29 diciembre, 2009

La cama

En una casa antigua de la calle de las acacias, llegando al río, hay una cama.

Dura como el roble que albergó su sueño antes de ser, en ella durmió un rey que escondía puñales en la almohada; mil putas que al abrir las piernas, cansadas, cerraban los ojos. El niño que durmió a su abrigo despertó hombre. Otros, jamás despertaron. Tejidas con cabellos de sirena, sus sábanas enredan la noche de los marinos y los días de los banqueros.

Muda de nombres grita perversión contra el suelo, una y otra vez, fija en el espacio sin tiempo.

Sus dueños la ignoran a conciencia; sus sirvientes la esquivan torpes, con resignación, con miedo.

La cama guarda un mensaje, cifrado en un sueño que comparte cada noche.

Nadie jamás contó el sueño, pero nunca vuelven a ser los mismos. Entre ellos se reconocen y rara vez se parecen unos a otros. Siempre vuelven.

Quién logre interpretar el mensaje podrá liberar a los demás de la cama, dicen, pero jamás del sueño.

24 diciembre, 2009

El anacoreta

Al filo del abismo
Inmerso en el desierto
Abandonado en una pensión
Como un sapo
Seco de palabras
Sueña su vigilia solo
Que ya no sueña

Le chupa todo un huevo

Olvidó el sentido de la vida
Las tetas y los culos
Los golpes
La cerveza entre amigos
La dulce y frágil ilusión de eternidad
La espina y el puñal
El universo, las sonrisas
El corcho, la cera, la goma arábiga
Las dulzuras del pecado
Las ballenas

Desea de la vida
Lo que sólo dará la muerte

07 diciembre, 2009

Esa gente rara

El primero llegó del sahara, de poco río cruzar, olía entre pimienta o menta.
El segundo vino de los jardines de cuero, un tanto parco, aunque con una risa de armas tomar.
El tercero no era más que un guapo soldado, duro como una estatua, con unos rulos de antaño, muy graciosos por cierto.
El cuarto tenía la piel gastada del mar, era fácil de gentes, difícil de amarrar.
Al final se cansó, se quedó con el vecino.

25 noviembre, 2009

Tango al vesre

Me dijo que nomás bailaba el tango en tanga, vestida sólo por el cuerpo del otro. Y no había tongo, porque en un dos por cuatro, deslizándose entre sus piernas, el vestido dibujo un ocho en el suelo. Yo le bailé al vesre: dejándome llevar. Por los pliegues de sus gambas, que gemían y respiraban como un fuelle, forzosamente olvidé, que en el gotán, cuando uno avanza, el otro retrocede.

El levante

Las camas sudadas con sangre de res, de gallina, de nostalgia.
La brasa de los cigarrillos, solitarias, sin rumbo, iluminando noches interminables como galaxias.
La ceniza olvidada en el piso, que es el futuro y el pasado.
La sonrisa, la carcajada, el llanto y el grito que nadie oye.
El perfume, que sólo engaña a los niños, y yace enterrado en la inocencia de los grandes.
Y esos seres casi de fantasía, indiferentes como dioses, que dan la vida, y la pierden al bajar del escenario.

24 noviembre, 2009

Ahab

Sangra la luna un río
En el que se apagan las palabras.
No hay certeza en el desierto
Ni dudas en el agua blanca.
Sólo la plenitud de una ballena
Nos protege de la locura.
Todas las bocas no alcanzan
Sólo la espuma
Para curar estos labios que sangran.

22 noviembre, 2009

Metamorfosis

Y al despertar,
le había crecido una araña en la mano
Que atrapa poesía
en esta telaraña

21 noviembre, 2009

De los pies a la boca

-Usted no se imagina con las ansias que he esperado esté momento.  
-No me diga nada, se exactamente lo que siente. Yo siento lo mismo.
-He soñado con sus pies todas las noches desde que la conocí, y más de una vez también durante el día, debo reconocer.
-Me alegra mucho que así sea, espero no desilusionarle.
-El otro día note su dedo gordo asomándose en el extremo de su sandalia, dé por seguro que no me desilusionará, no sabe los bien que la pasaremos. Ya mismo puedo imaginar como está noche recorreré sus pies con mis labios, puedo imaginar su sutil sabor, la acerba textura de su planta y la suave caricia de su lomo.  Me estremezco de sólo considerar los ocultos rincones que se esconden entre cada uno de sus dedos, dóciles y estrechos, plácidamente surcados por mis labios y mis manos.  
-Sus palabras tiñen de anémona y rubí mis mejillas,  es usted todo un caballero Sr. Osvaldo.
-Sólo ante una verdadera dama un hombre descubre sus verdaderos atributos de caballero. Y... Amanda... ¿Está bien que le diga Amanda? Dígame simplemente Osvaldo, Osvaldo a secas.
-Está bien... Osvaldo.
-Como me gusta oír su voz, Amanda.
(Se acerca el mozo)
-Yo voy a ordenar el lomo a la mostaza con papas noisette. ¿Usted que desea ordenar?
-Yo un licuado de banana, grande, nada más.
-Había pensado en que acompañásemos la cena con un vino Amanda, pero viendo lo que usted ha ordenado no creo que sea conveniente.
-Oh, no, para nada. Tomemos un vino... Osvaldo. Licuado de banana con un syrah es un maridaje perfecto, ¿No no le molesta que sea syrah, no?
-Al contrario, me encanta. Que sea un syrah por favor...
(El mozo se aleja)
-Debí haberle aclarado al mozo que el licuado lo quería en un vaso grande.
-¿Cree que no se dará cuenta?
-Una vez fui a cenar a un restaurante muy paqueto en recoleta, y yo siempre ceno con un licuado de bananas, desde los trece años, también habíamos ordenado vino, justo como hoy, y usted no  se imagina... Me lo trajeron en un plato hondo, como si fuese una sopa.
-¿Y estaba rico?
-Nada feo, tengo que reconocer, pero no es el caso. Un licuado no se sirve en un plato hondo. A veces la gente se deja llevar demasiado por el snobismo. Para mi las cosas hay que hacerlas como si uno acabase de levantarse un domingo al mediodía en su casa.
-Comprendo, no tiene que decir más.
-Tampoco hay que exagerar, claro está. Uno no sale en camisón a la calle.
-La imagino en camisón y me cuesta contenerme. No me cuente nada, no me diga si es de una o dos  piezas, o si lo usa con ropa interior debajo... O quizás no sea más que una vieja tanga que atesora lo más intimo de sus...
-Bueno, le puedo decir de algo que llevo siempre en la cartera, pero no quiero desviarlo de sus pensamientos.
-Yo junto a usted, en cambio, sólo pienso en desviarme, en derrapar en cada curva de su cuerpo. En   beber sus ojos hasta ahogarme en esos espejos de agua que cubren lo hondo de su...
-Ah, no! No me venga con los ojos.
-¿Cómo?
-Los ojos, los ojos... no hay nada que esté más sobrevalorado que los ojos. No soporto a la gente que se deja deslumbrar por los ojos. Pura porquería. Sabe qué es lo que realmente vale la pena. La boca. La boca es la puerta del alma. Es inútil comparar a ese par de señoritos mirones con la vehemencia que va desde la palabra hasta el mordisco, que es capaz de descubrir mil formas ocultas en la piel, un universo de sabores que los ojos jamás siquiera presentirían. ¿Quiere conocer realmente a alguien? Lléveselo a la boca. Si los ojos pudieran darnos tan sólo un décimo de lo que la boca nos da, para ser felices nos alcanzaría con las vidrieras. Y esto la naturaleza lo sabe bien. De qué forma reconoce un niño al nacer a su madre: por la boca, al buscar la teta. Y es esa posiblemente la primera sensación placentera que uno siente en la vida. Y que desilusión debemos  de llevarnos al ir probando el resto de los sentidos, y encontrarnos con la vista, tan sobria en comparación a la exuberancia chupar una teta. Pero no nos detengamos ahí. La materia misma de nuestro cuerpo entra a nosotros a través de la boca, y lo más destacado de nuestro ser, la palabra, se expresa a través de la boca. Llévese un choripan a la boca, y al masticar se revelaran arcanos que escapan del alcance de toda exhortación, incluso esta. Arrójese al cuello de su enemigo y hunda sus dientes en la yugular, y qué después le vengan a hablar de miradas que matan. No, querido, las miradas son cosas de niño.
(Entra el mozo y deja la comida en la mesa)
(Amanda agacha la cabeza hasta el plato con licuado y da unos sorbos con la lengua)
(Osvaldo, pasando el cuerpo por arriba de la mesa, se acerca a sus labios y le limpia la boca a lengüetazos. Luego toma el bife de lomo con la mano y pega un mordisco, sin que este llegue a ceder)
(Amanda muerde el otro extremo y ambos tironean en forma sensual mientras mastican el bocado)
(Osvaldo la mira con ojos enamorados)
(Una cachetada le cruza el rostro)
-Me estabas mirando raro -aclara ella.
-Mejor terminamos esto y nos vamos -dice mirando el reloj.
-Uy! Sí, hay que pasar a buscar a los chicos, mis viejos se deben estar durmiendo ya.

Invitación

Sí, soy hondo
Quizás el miedo te impida meterte
Quizás prefieras flotar en la superficie
Pero si tenés en valor de sumergirte
El fondo te va a gustar.
O por ahí te ahogás.

24 septiembre, 2009

Preguntas Frecuentes

En el tiempo que va desde que abrí el blog hasta aquí han pasado muchas cosas que han ido modificando la cotidianidad de mi vida y, aunque mucho me pese reconocerlo, y mucho he hecho para evitarlo, la llegada de la fama es uno de los hechos que más ha marcado mi devenir en los últimos meses. Es así que a diario, intersectándome rumbo al trabajo, reconociéndome en bares, o incluso, en reuniones familiares, la gente, mis admiradores, se acerca con diversos motivos. Algunas veces, muy de vez en cuando en realidad, es para felicitarme (ya que me saben esquivo de las vanidades). Otras, para sugerirme algún tema que les gustaría que toque en el blog. Pero sobre todo, la mayoría de las veces, mis lectores se acercan en busca de respuestas, apelando a mi sutil y sagaz intelecto.

Con el fin de ahorrarles tiempo, y también de poder llegar a todos aquellos que me leen desde los más recónditos rincones del planeta (y no tienen posibilidad de encontrarme en la calle, ya que al igual que Socrates soy reacio a viajar), he decido publicar un compendio con las respuestas a las preguntas más frecuentes con las cuales suelen interpelarme mis lectores.

¿Qué hora es?

Pregunta de aparente inocencia, pero si nos fijamos bien, en su casual y distraído enunciado se esconde el inabarcable misterio del tiempo -silenciosa marea oceánica que envuelve y arrastra nuestra existencia-.

Desde los más pueriles intentos de pensamiento, pasando por Heráclito, Platón, San Agustín, Kant, Leibniz y Newton, y llegando hasta Einstein y la relatividad, sin mencionar la cuántica, dar una respuesta acertada a esta pregunta no es tarea fácil, y siempre que uno lo intente habrá lugar para debates. Pero sin ir tan lejos, simples cuestiones como los distintos husos horarios ya de por sí dificultan la tarea. Por ejemplo: ¿Ante un admirador español, que por casualidad recorre las calles de Rosario, debo responder la hora en Rosario o la de España (y acá habría que ver si el tipo no es de las canarias, lo cual complicaría aun más la cosa). Es más, en el siglo XVIII los jesuitas utilizaban como referencia el meridiano de Salamanca, mientras que la armada española utilizaba el de Cádiz, recién en 1884 se logró unificar el meridiano en Greenwich, el cual sirve para definir los husos horarios actuales. ¿Ahora bien, si el que pregunta se tratase de un acólito de la Compañía de Jesús del siglo dieciocho, entonces, qué debería responder? Sí, ya sé que esto no es lo más habitual, pero uno debe tratar de cubrir todos los frentes. Sin dudas, estas consideraciones, y acaso también otras que aquí no mencionamos, atormentan a mis desesperados admiradores -esto es fácil de adivinar en su actitud impaciente y nerviosa- mientras esperan una respuesta. Así es que yo, ser de altas cualidades contemplativas, pero sin descuidar jamás el lado pragmático de las cuestiones, respondo: son las lahorahs

¿Cómo llego a Pellegrini y Dorrego?

Casi siempre se acercan tímidos: ¿Disculpe, puedo hacerle una pregunta? Claro, respondo, me debo a mi público. Entonces ahí, sin poder disimular la desesperación de sentirse perdidos, me tiran el bardo. Debo reconocer que está inquietud desenfrenada por la historia es de lo más común entre aquellos lectores que me encuentro vagando por las calles. Claro que no siempre es exactamente la misma pregunta: a veces es Pellegrini y Roca, otras Pellegrini y Mitre, aunque tampoco es raro que sea simplemente Pellegrini, o por que no Rosas. Pero aunque el prócer vaya variando de lector en lector, siempre queda como invariante ese apremió por acercarse, por conocer, la vida de aquellos que otrora fueron los protagonistas de la historia argentina, ante lo cual rápidamente intuyo su desesperación y su extravió.

Antes que nada debo advertirles que su búsqueda está condenada al fracaso. Ya de por si, tratar de llegar a las personas que conviven con nosotros día a día, que se han criado a nuestro lado, que ríen y sufren con las mismas cosas que nos hacen reír y llorar, no es tarea tarea fácil. Ahora, cuando a quién tratamos de alcanzar, de comprender, de vislumbrar tan siquiera, es un hombre de historia, un artífice de nuestro presente, un mojón en el camino por el cual nunca volveremos a pasar, la cosa se torna imposible. Es que acaso esos hombres, además de cultivar la codicia y detentar el poder, se atrevieron a soñar un futuro, un desenlace para esa historia de la formaron parte, y por tanto, es que sin lugar a dudas nos pensaron a nosotros, en tanto futuro, no ya como somos, sino como nos hubiesen deseado. Por ende, para poder llegar a ellos, forzosamente debemos llegar a también a nosotros, pero no nosotros tan cual somos, sino tal cual nos habrían pensado, para lo cual deberíamos olvidarnos de nosotros tal cual somos, pero si nos olvidamos de nosotros tal cual somos, entonces quién pensaría a aquel que nos estaba pensando. Siempre que uno emprende tales búsquedas, a menos que sea capaz de detectar esta paradoja, termina perdido y desesperado, vagando por las calles. Es por eso que cuando me encuentro con alguno de mis lectores en dicho estado, les recomiendo que doblen a la derecha un par de cuadras, que luego giren a izquierda otras tantas, y que si allí no encontraron lo que estaban buscando, vuelvan a preguntar.

¿Dónde queda el monumento?

¡Ajá! Qué pregunta ésta, señores y señoras. Tengan el agrado de apreciar la trampa y la sutileza que encierra este enunciado. ¿Dónde queda el monumento? El incauto, el distraído, no tardaría dos segundos en caer en el engaño; en asumir que se nos está interrogando acerca del monumento a la bandera -visita obligada para todos aquellos que vienen a conocer Rosario-. Pero no, señor. ¡Yo conozco a mis lectores! ¿Puede ser acaso un vano y caprichoso amontonamientos de piedras un monumento para ellos? De ninguna manera. La pregunta, así como fue enunciada, está destinada a calar en lo más profundo de nuestra alma ¿Dónde está el monumento? Y fíjense que que por decir monumento así, sin referirse a ninguno en particular, debemos asumir que se refiere al monumento a la quintaesencia de la cosa: el ser. Y eso, digo sin amedrentarme, es una pregunta digna para quien les habla.

Entonces es que asumo la tarea que se me ha encomendado, apoyo mi mano sobre el hombro de mi interlocutor, concentro todo el poder de mi mirada en lo más oscuro de sus almas y, con tono apodíctico y seguro, respondo abriendo las puertas metafísicas de su búsqueda con las siguientes palabras: ¿Dónde queda el monumento?

¿Te podés mover, pelotudo?

Con varios de mis fans, aunque a algunos nunca les haya visto la cara, debido al intercambio de comentarios en la web, nos une lo que se podría llamar amistad. La confianza que tenemos nos permite granjear ya las desgastantes formalidades de la etiqueta y dirigirnos el uno al otro de forma más descontracturada, haciendo uso de la chanza y la chabacanería.

Esta pregunta es un claro ejemplo de ello, ya que los argentinos de por sí, y aunque suene extraño, solemos tildarnos de “boludos”, “tarados”, “hijos de puta”, o, por qué no, “pelotudos”, sólo con el fin de expresar afecto. Así es como yo lo entiendo, y no me molesta en absoluto utilizar estos códigos, siempre y cuando sepa cabalmente que esto responde a la afición que los lectores sienten hacia mi persona.

Generalmente esta pregunta es más bien retorica, y no vale la pena una respuesta en sí para la misma, sino que más bien trato de devolver algo del cariño que recibo de mis fans, que usualmente suelen estar circulando en su automovil (por lo cual nos es vedado la palmada o el abrazo), y le grito desde la calle algo así como: Por qué no te vas a la reputa madre que te los re mil pario, conchudo del orto. De más está decir que, cuantos más insultos contenga la frase, mayor es el grado de apego que nos une.

¿Tenés cambio?

No, no tengo. Soy así, que se le va a hacer.

08 septiembre, 2009

El país de los viejos

Un día un abuelo salió a sacudirse el polvo. Aprovechando la polvareda, le cortaron el cuello. Para saciar la culpa se lo comieron. Estaba tan, pero tan rico, que ya es tradición: en el país de los viejos, cuando alguien se mueve demasiado, va a parar directo al asador.

Los Lobos

En el país de los lobos todos deben vestir piel de oveja. Un día un lobo salió a correr desnudo. Horror, gritaron las madres, al tiempo que le habrían el cuello con sus dientes de oveja. Los niños, finalmente horrorizados, rompieron en llanto y no había forma de consolarlos. Lloraban como perros afligidos. Entonces, para calmarlos, le cosieron trajes de lobo para que se disfracen y salgan a jugar al bosque. Pero usar un traje sobre otro es pesado e incomodo, y cada tanto, alguno vuelve a desnudarse (acaso pensando que es más o menos lo mismo). Inmediatamente se lo vuelve a ejecutar: la industria del disfraz no puede darse el lujo de perder semejante negocio.

01 septiembre, 2009

En el zaguán

La primera vez que le vi la cara a dios fue en un zaguán. Paso a narrar la historia.

Es uno de esos domingos en que la gente duerme la siesta y los árboles esparcen su sombra por las aceras. Las calles están desiertas. Las veredas son anchas y las baldosas brillan sutilmente allí donde el sol las hiere. Un perro yace en la sombra y cada tanto se oye el canto de un pájaro. Voy tranquilo, sin dirigirme a ninguna parte y dirigiéndome a todas. Al doblar la esquina, la calle se estremece en silencio. Todo se detiene. Quedan quietos los árboles, las hojas, los pájaros, las hormigas y el viento. No me detengo, continuo como si nada. La calle comienza a imitarme, y de a poco todo vuelve a la normalidad.

(Es ya la mitad de la cuadra) La casa es más bien vieja, antigua, color cemento amarronado. Una puerta alta y tallada en madera divide su fachada, a la cual, adornan dos amplias ventanas, cada una con un pequeñísimo balcón. Los dinteles están sutilmente adornados con flores de cemento en bajorrelieve; las persianas, también de madera, están cerradas. Hago girar el picaporte y, de forma menos ilógica que sorpresiva, compruebo que está sin llave. Al atravesar la misma quedo ante un vistoso zaguán. Un olor suave y persistente, con cierta reminiscencia a jazmín y muebles viejos, se esparce en el lugar. Las paredes son de mármol castaño, con vetas oscuras y rojizas que brillan tenuemente. A la izquierda, un espejo de medio cuerpo me devuelve mi efigie con un florero atravesado en el estomago. Una escalera, no más de tres escalones, divide la sala. Al final de ésta, casi un metro por delante de mí, pergeñando una mueca indescifrable, se encontraba dios.

Me asombró el hecho de que fuese tan pequeño. Mucho más pequeño que todo lo que hasta entonces, y calculo que hasta siempre, había conocido. Si embargo, más sorprendente aun, era que pudiese verlo perfectamente. Ningún detalle de su fisonomía, por más ínfimo e insignificante, se escapaba a mis ojos. Intentando comprender esto, me di cuenta de que en realidad era apenas un poco más pequeño que la puerta que daba al interior de la casa, pero, a su vez, también era un poco más chico que el florero. Miré de nuevo y comprendí que era más diminuto incluso que el ojo de la cerradura y, de igual modo, era apenas más minúsculo que la habitación en la cual nos encontrábamos. No era más alto que yo por apenas unos centímetros y, sin embargo, era el ápice de todo. Sus pies jamas tocaban el suelo.

Me pregunté si acaso esperaba que yo dijese algo. Me ponía nervioso su quietud. Al contrario de las cosas del aire, que siempre oscilan sujetas al viento o la brisa, dios parecía no estar asido más que a sí mismo. Estaba ahí, incólume e impávido, imperturbable, acaso la habitación, el mundo entero, se apoyase en él para desafiar al vacío.

Busqué sus ojos tratando captar su atención. Eran oscuros. Oscurísimos. Más negros que la noche, que la sangre, que el olvido. La nada despojada de sí misma. La vacuidad absoluta, lóbregos al punto que parecían emitir oscuridad. Un vacío que no miraba ni dejaba verse. Al torcer la mirada se me reveló el mármol de la pared con el mismo brillo del sol. Quizás eso era una respuesta.

Volví a mirar, pero esta vez no me atreví a sus ojos. Una multitud de preguntas asomaron en mi mente. Traté de pensar en nada pero no dio resultado. Pensé en una hoja, una rama, otras ramas, un tronco, mil raíces. Un terror sombrío e inefable pasó a través de mi cuerpo. Recordé a los demonios que solían atormentar a Sócrates cuando estaba a punto de cometer un error. Decidí permanecer en silencio.

No sé si fue suerte o qué, pero estaba seguro de que hacía lo correcto. Dí media vuelta y comencé a desandar mis pasos. Una duda me atacó a último momento. ¿Sería capaz de volver a encontrar ese zaguán, tan siquiera esa calle? Lo más seguro es que no. Me detuve antes de girar el picaporte y miré hacía atrás. Él seguía ahí, suave y distante, amenazando con disolverse en el aire. Decidí hacerle una pregunta, quizá una de las preguntas más vanas de nuestra existencia o, mejor dicho, de nuestra vida, pero sin dudas la pregunta justa, acaso la única, que debería responder dios.

¿Por qué es que hay algo en vez de nada?- le solté sin miramientos.

Una breve sonrisa se dibujó en su rostro y, no antes de que la situación se tornase insostenible, y todo se tiñese de misterio, respondió: “Sabés una cosa, yo a veces me pregunto lo mismo”.

20 agosto, 2009

Nuevos Aforismos

Dichoso aquel que lleva todas sus deudas al día, pero más lo es quien le cobra.
Todo lo que desees será tuyo, pero antes tendrás que hundir en la miseria a un montón gente.
Al que madruga dios lo ayuda, pero al que puede dormir hasta tarde directamente lo mantiene.
Más vale sufrir por amor que por sífilis.
Quién haya encontrado la felicidad, la fama y la fortuna... ¿me diría como hizo?
Para las mujeres los albañiles no sólo levantan edificios sino también ánimos.
Aquel que duerme todo el día... ¿acaso no se pasa la vida persiguiendo sus sueños?
El fin justifica los medios, pero... ¿quién justifica a los cortos y los largos?
Cuanto más se esfuerza el fin en justificar los medios, más sencillo le es a los principios condenarlos.
No insista. Si no está dispuesto a matar, la conducción del sindicato jamás será suya.
Si la gente ha de arrodillarse ante ti, al menos ten la decencia de que el piso esté limpio.
No es que todos los colectivos me dejen en la esquina, es a veces me gusta caminar un poco antes de llegar a casa.

14 agosto, 2009

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El fuego le chorreaba de los labios inextinguible.

La noche el azul más profundo no alcanzaba

Había que seguir.

30 julio, 2009

Confesiones De Café

-He perdido la cuenta de las veces que el puñal traicionero se ha atorado en mi espalda. He perdido la cuenta de las sonrisas que en mi juventud me invitaron a pasearme por el paraíso y los zaguanes. He perdido la cuenta de los sueños que transidos como arena se me han escurrido entre las manos. Pero si hay algo que no he olvidado, que recuerdo perfectamente en esta vida, es que fueron siete, y no seis, las cervezas que usted se ha tomado. Así que pague y no se haga el sota-, fue lo que me dijo el otro día un mozo en Gorostarzu.

28 julio, 2009

Cuatro finales para un cuento fantástico

En la antología “Cuentos breves y extraordinarios” de J. L. Borges y A. Bioy Casares se incluye el cuento que transcribo a continuación:

Final para un cuento fantástico

-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!

La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.

-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!

-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.

Pasó a través de la puerta y desapareció.

I.A. Ireland

El mismo es atribuido por los autores a un tal I. A. Ireland, que vaya uno a saber si no es otra más de las invenciones a las que este par nos tenía acostumbrados.

De todas formas, el tema acá es otro. Como ya ustedes habrán notado, el título del cuento encierra en sí una invitación a imaginar un principio para el mismo, así que de revirado nomás se me dio por fabular cuatro finales que copio a continuación (los finales son independientes uno del otro):

1.

Pasó a través de la puerta y desapareció.

De a poco, el hombre fue olvidando este episodio al tiempo que comenzaba a construir sus recuerdos. Había quedado atrapado en su vida.

2.

Pasó a través de la puerta y desapareció.

En su desesperación, el hombre comenzó golpear la puerta, la cual permaneció sorda y muda a sus reclamos. Agotado, luego de limpiar la carne de los huesos de sus manos, se dejó caer en el suelo y se arrastró hasta un rincón. Abrazado a sus rodillas, se resigno a un lastimoso llanto, cuando de repente apareció ella y le dijo -¡Cómo te cagaste, guacho, eh!-, al tiempo que le abría puerta.

3.

Pasó a través de la puerta y desapareció.

El hombre permaneció en silencio. Al principio le costó ver, pero cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad pudo distinguir claramente las formas de una estatua viviente, un boy scout y un corredor de bolsa atrapados junto a él en el cuarto. El horror acababa de comenzar.

4.

Pasó a través de la puerta y desapareció.

Puta madre -pensó en silencio-. Me la han vuelto a hacer.

Buscó en el bolsillo de su saco y dio gracias a dios de que aun quedase media botella de brandy, de la cual bebió de un solo trago hasta no dejar más que unas cuantas gotas en la misma. Tienes que calmarte, Gerace -se dijo a si mismo mientras contenía una fuerte arcada en su garganta-. Hay que ver las cosas en perspectiva.

Dicho y hecho se alejó cinco pasos de la puerta y escudriño la habitación palmo a palmo hasta que, luego de mirar por quince minutos, dio un grito de alegría. Lo sabía -dijo-. Esa perra estaba tan o más borracha que yo; se ha olvidado de cerrar la ventana, si logro atravesarla seré libre. Estos fantasmas de hoy ya no son lo que eran, lo que se reiría Phil si aun estuviese vivo...

Más allá de que la ventana estaba a menos de un metro de altura Gerace tardó un día y medio en lograr pasar a través de ella. Al final, la justicia prevaleció.

27 julio, 2009

Amistad

Hace ya varios años estábamos con los pibes en el Berlín, un bar donde se realizan espectáculos y luego se torna en boliche. En el sótano del mismo se encuentra la pista de baile (soy generoso al llamarle así), y arriba, en el bar propiamente dicho, está el escenario en el cual se desarrolla esta historia. Estaba ya por cerrar y con un amigo y otra gente -entre los que se encontraba uno de los dueños del bar- estábamos en una mesa tomando algo cuando de repente alguien alerta “¡Hay un flaco bailando arriba del escenario!”.

El dueño del bar -conocido de mi amigo- empieza a buscar con la mirada a la gente de seguridad, en tanto que mi amigo, el Pillo llamémosle (invento apodos para encubrir su verdadera identidad), me dice “Es el Oreja , boludo!”. Sin perder tiempo trato de tomar las riendas de la situación. “Es amigo nuestro”, le digo al dueño tratando de calmar los ánimos, “Debe estar muy en pedo. Yo ahora lo bajo, no pasa nada...”. Dicho esto salgo rumbo al escenario donde el Oreja se contorsiona de formas que, porque somos amigos, y sólo por eso, podríamos denominar como baile. Cuando llego al mismo, veo en su cara dibujarse una sonrisa mayor aun a la que traía puesta al tiempo que, agitando los brazos, me invita a un abrazo.

Mientras, en la mesa, el Pillo trataba de ganar la indulgencia para el Oreja explicando que seguramente se había tomado unas copas de más, que era un buen flaco, que se lo bajaba y listo, la típica... Cuando de repente al dueño del bar se le ponen los ojos grandes como carozos y exclama “¡Ahora están los dos bailando!”, y agrega consternado. “¡Y en bolas!”

Y claro, es que cuando llegué al escenario, al igual que cualquiera haría con un amigo, ni se me cruzó por la cabeza rechazar dicho abrazo. Entonces, mientras nos abrazábamos, comprendí que él ignoraba por completo que yo estaba ahí para bajarlo. Por el contrario, y como es lógico, asumió que yo estaba ahí para acompañarlo en el baile. Así que, cuando vi que se bajaba los pantalones y empezaba a dar saltos, no pude hacer otra cosa más que bajármelos yo también y ponerme a saltar.

Esto no duró ni cinco segundos que ya venía uno de los de seguridad a sacarnos, y bien que hacía, ya que ese era su trabajo (pero no el mio). No hizo falta que dijera nada que ambos bajamos juntos del escenario y, al unísono, entonamos un “Ya nos vamos” mientras el mismo nos acompañaba hasta la puerta.

A la semana siguiente, cuando volvimos -porque siempre se vuelve al Berlín-, los de la puerta se reían y comentaban “Ahí viene los strippers del Berlín”, mientras, más con tono de invitación que carácter admonitorio, nos aconsejaban “Hoy no se vayan a desnudar, eh”.

17 julio, 2009

La Ronda

Alejandra, como tantas otras, ama a Gustavo, un tipo lindo al que nunca le costó convencer a la gente de que tiene una o dos cosas claras en la vida y anda siempre bien peinado.
Gustavo, como si no tuviese importancia, ama a Julieta, quien, sin perder nunca su mirada simpática, escéptica a golpes y porrazos, es capaz de oler mierda hasta en un ramo de flores.
Julieta, cuando no está cruzada, ama a Fernando, quizás porque cree que él no espera demasiado de la vida, quizás porque cuando menos se lo espera le termina demostrando lo contrario.
Fernando, pese a todo, sigue enamorado de Daniela, a quien no ve desde que terminó la primaria, y la recuerda tal cual estaba esa tarde en que le enseñó como era la cosa.
Daniela ama a María, que al tenerla entre sus piernas, le regala la felicidad con el mismo ímpetu con que al irse se la quita.
María, dueña indiscutida de sus amores, y eterna esclava de sus calenturas, está enamorada de Néstor, un profesor canoso y algo borracho que dobla su edad, y probablemente aun ni siquiera la registre.
Néstor ama a Valeria, que está empezando a sospechar que la vida le debe un par de cosas.
Valeria gusta de Julián, que cree que enamorarse es como encontrar un aroma secreto y olvidado.
Julián ama a Victoria, que se siente por encima del amor, pero no logra evitar sonrojarse cuando la sorprenden con ojos soñadores.
Victoria, sucia de noche y olvido, ama a Jacinto con brutal indiferencia.
Jacinto, que siempre anda pensando lo que dice, pero nunca dice lo que piensa, ama a Alberto.
Alberto, tipo serio si los hay, ama a la hermana Clara, su hermana, que pasa los días en un convento tratando de salvar su alma.
Clara ama a Dios; de más está decir que no es correspondida.
Dios ama a Julia con sufrido fervor, pero se priva, ya que sus reglas le impiden cuidarse, y la última de esas que se mandó, casi le cuesta el trono.
Julia sólo ama a Gastón, el más oscuro y bello de todos los gatos, que se pasean por el jardín de su casa.
Gastón ama a Luciana, hermana de su dueña, que a escondidas le regala queso, leche y atún, y además lo deja dormir en su cama.
Luciana, de ojos como mares, ama a Matías, que la sueña, pero no la ama.
Y Matías ama a Alejandra, pues no consigue desenredarse de sus miradas, pero ya se le va a pasar.

23 junio, 2009

El Desdichado

Canta, oh musa, la desdicha del Topo Aguirre; a quien el hado funesto trató con tal saña como pocas veces se ha visto.

Hubo en el principio un niño frágil e inocente que bajo el amparo de sus preclaros y dilectos padres

supo probar la ambrosía del amor y soñar un futuro brillante. Mas habiendo su padre descubierto a su madre gozando en manos del jardinero, plúgole a este quitarse la vida, pero no sin antes también arrebatársela a ella.

Lóbregos y siniestros hogares fueron testigos de sus pesares tras el acerbo suceso donde, a mal menor, fue pasto de los vicios y bajezas a los cuales se entregaban aquellos encargados de su guarda. Así y todo, hecho ya un hombre, y habiendo ganado el apodo de Topo, amén a su habilidad para esconderse hasta debajo de la tierra cuando era necesario, logró arribar al mundo de extramuros con las esperanzas cuasi intactas, o al menos, no tan maltratadas como otras zonas de su alma, por no querer acordarnos de su vejado cuerpo.

Precario en habilidades, pero también en pretensiones, a fuerza de sudor y sangre fue consiguiendo hacerse un lugar, o más bien un hueco, en el que acomodarse por las noches y trabajar durante el día. Y así, trabajando trabajando, ciertas recompensas y premios fue ganando. Claro que estos no pasaron desapercibidos, de tal modo que la admiración de las mujeres, y la envidia de los hombres, dieron por fruto que estos últimos, siempre mezquinos, urdieran un plan para quedarse con sus prendas, arruinar su reputación y quitar de en medio su fastidiosa presencia.

El plan dio resultado. El Topo fue a parar a la Cárcel, donde su grácil figura, producto de las hambrunas y trabajos padecidos, le hicieron ganar el incómodo aprecio de los demás reclusos. Aprecio que por otra parte él no compartía. Sin embargo, durante este periodo, por primera vez en su vida de suplicios encontró un hombro fraterno en el cual apoyarse. Se trataba del Cholo Quinteros que, al verlo partir nuevamente hacia la libertad, lo puso en contacto con su familia para que le dieran una mano.

En una humilde casa de adobe conoció a la madre del Cholo, que le ofreció un guiso caliente y reconfortante que le devolvió el alma al cuerpo y le hizo olvidar sus penas. Conoció también al padre del Cholo, que lo recomendó para que trabajase a su lado en una obra. Y, por último, conoció en detalle a la hermana menor del Cholo, de quien se enamoró perdidamente. Grande fue la sorpresa del Cholo al salir de la cárcel cuando su viejo amigo lo puso al corriente.

-¡Pero es una nena! -se oyó retumbar el vozarrón mientras ponía un puño en alto-. Trece años tiene nomás la pendeja. Te voy a matar, hijo de una re mil puta y la recalcada concha de tu madre.

Y así fue que, moretones más, moretones menos, el Topo Aguirre dio un paso al costado de aquella historia y volvió a salir en búsqueda de nuevas desventuras; las cuales fue encontrando: conoció la traición y el desengaño hasta el punto de poder distinguir entre sus variedades hasta la más ínfima de sus sutilezas. Probó el amargo sabor del fracaso tantas veces como algo se propusiera. Olfateo el terror y degustó el miedo con la misma maestría y detalle que un sommelier analiza un gran vino. Fue humillado, ultrajado y degradado a tal punto que el estoico más recio quebraría en llanto de tan sólo imaginar sus infortunios.

Feliz anda por la vida el Topo Aguirre. Feliz pues le encontró el punto flaco a su sino. Feliz porque entre tanta vileza y mentira logró aferrarse a la única verdad que no le fue traicionera. O como él diría con su tosca voz: No es que no tenga de qué quejarme, vio. Pero prefiero aprovechar lo que hay, que mañana le aseguro que voy a estar peor.

09 junio, 2009

Sin nombre

Pasa que no siempre, que digo siempre, más bien casi nunca, se termina de comprender. El noventa por ciento de las veces el fracaso está asegurado y, así y todo, dale que te dale. Tiempo parece que sobrara. Sin embargo, y esto no lo digo sólo yo: no, no sobra. Tu insistencia no deja de sorprenderme. Presencia que se torna perpetua como la sombra de un elefante. Sin lugar a dudas nunca vas a perder del todo la inocencia; la maravilla y el misterio te viven a flor de piel. Tu vida, así como estás, entre tanta nadería, parece más soñada que vivida. Voz de pavo real, o de jirafa bochinchera, debe de tener tu musa. Sin que nadie lo note hace rato que venís con esto. Tu sonrisa a mi no me alcanza. Mirada con gusto a limón y noche tienen esos ojos que se me escapan. Que cosa, pensar todavía esto no se termina. Aún hay cosas que tienen vida más allá de nosotros. Se tendría que apagar la plata de todas las bogas que nadan el paraná para que esto se termine. Extraña la forma de tu cuerpo esta perseverancia que aun no tiene nombre.

30 abril, 2009

El Asado

Que el asado es algo muy groso, prácticamente no hace falta decirlo. Es algo que se sabe; que todos sabemos. Y de ahí que, como toda gran verdad, es fácil de aceptar pero difícil de demostrar. Su carácter, prácticamente axiomático, nos empuja a convivir con su existencia sin necesidad de ponderar o siquiera cuestionar la misma. Y he aquí el quid de la cuestión, pues sin ánimos de demostrar, pero si de exaltar esta verdad, procedemos por el conocido método de reductio ad absurdum para lograr nuestro objetivo. ¿Como sería el mundo sin asado? Está es, ni más ni menos, la pregunta que trataremos de responder a continuación.

Sin lugar a dudas, una de las consecuencias inmediatas sería que el tamaño del ego de los argentinos se reduciría a niveles comparables al de pueblos hermanos como el chileno o el paraguayo.

Se abandonaría la producción de carbón vegetal para el público, y por qué no para siempre, o acaso tiene alguna otra finalidad el mismo.

La gente, desorientada, no sabría a quien aplaudir luego de una comida al aire libre.

Chorizo y morcilla pasarían a ser palabras que aludirían únicamente al miembro masculino, y ya nadie sabría bien por que.

Los vegetarianos comenzaría a ser aceptados por la sociedad como iguales, e incluso hasta casi que se los comprendería.

El locro y las empanadas recobrarían el antiguo esplendor del que gozaran en las viejas épocas.

Aumentaría la producción de hornos de barro, de eso no caben dudas, pero no sería lo mismo.

Las abundantes escenas en que se celebran hecatombes y consecuentes asadazos que describe La Odisea dejarían de tener sentido y, con el tiempo, se inventarían nuevas aventuras para de a poco ir remplazar esos pasajes incongruentes en que la gente no hace otra cosa que comer animales asados y llorar la desgracia del héroe. Aunque no hay que dejar de tener en cuenta que también cambiaría radicalmente la historia en sí; ya que al no caer los marinos de Ulises en la tentación de comerse el ganado de Helios, no habría tampoco necesidad de que Zeus hundiese luego su barco, aumentado así las desgracias y la soledad de nuestro héroe.

Por último, y esto es incuestionable, comenzaríamos a perder la profunda y antigua fascinación que sentimos aun hoy día por el fuego (primer avance tecnológico significativo de la raza humana) y junto con está, pilar esencial en el que se inspiraron los siguientes avances, gradualmente se iría perdiendo también el interés por la tecnología y la ciencia en general. Ya no habría motivo o pulsión que nos impeliese al dominio de la naturaleza. De a poco, las viejas maquinarias dejarían de funcionar, los satélites colisionarían unos con otros en el cielo y los barcos serian tragados lentamente por el mar. La humanidad dejaría de ser tal cual la hemos conocido.

11 abril, 2009

Los cabalistas

Cuando vienen malos tiempos, hasta la más preciada mercancía –la suprema ciencia de lo divino– decae y se envilece. Tal sucedió con la alta escuela talmúdica de Laschtchow, de la que no queda sino su rector, el maestro Jekel, y un solo discípulo.
Es el rector un anciano demacrado, con larga barba descuidada y ojos extintos. Lemech, su único discípulo, es un muchacho larguirucho y escuálido, de pálidas mejillas, negros aladares y ojos como la noche, casi siempre abatidos.
Los días no pasan de forma sencilla en la vieja escuela–gris espectro de la otrora agitada y resplandeciente– donde a veces permanecen días enteros sin probar bocado; tal es la miseria en que ha caído la ciudad, arrastrando las más eximias tradiciones.
Siempre que hay yerba, se respeta el ritual al pie de la letra, y antes de que el gallo cante, ya está el agua calentándose en la pava. Lemech se encarga de esto y, cuando el agua está lista, su maestro, quien reza laudes por ambos, se sienta en cuclillas junto al mantel en donde su discípulo ceba el primer mate del día. Esto cuando hay yerba, ya que por lo general no dura más de una semana, y falta hasta la siguiente luna nueva. El resto de los días, Lemech simplemente corre descalzo al jardín en busca de unas ramitas que pronto ambos mascan en silencio y, acto seguido, utilizan para cepillarse los dientes tal como es la vieja costumbre entre su gente.
En otro tiempo, en el jardín se daba la más variada selección de frutos y hortalizas, con los cuales se preparaban toda clase de dulces y brebajes, pero, habiéndose marchado hace mucho tiempo los monjes que se encargaban de su cuidado, ya no quedan más que yuyos y enredaderas trepando por ajados arboles y muros.
Este año, el invierno se revela más agresivo de que los anteriores, y el maestro duda acerca de si llegará a ver nuevamente la primavera. Por eso que ha redoblado sus esfuerzos para preparar a su discípulo en el divino arte. Por eso, y porque cuando el hambre y la precariedad trabajan en uno, es fácil y justo ceder a la tentación de la cábala. Todos los días, ni bien despunta el sol, ambos, maestro y discípulo, se encuentran seducidos y abocados al misterio.

–Wotan fue quien reveló, a través de rústicos signos, la melodía a los hombres –indica el maestro–. Pero no cualquiera es capaz comprenderlos. El ayuno y la penitencia son apenas los primeros escalones a franquear en el camino hacia el mundo de los espíritus. Se requiere de un alma completamente purificada, o simplemente pura, para alcanzar la cima. El gran Rabí –tenga Alá su nombre en la gloria– fue el primero en descifrarlos y entonar el canto completo. A mi, en cambio, tan sólo me ha sido dado el poder entonar apenas algunas estrofas menores de la melodía.
>> Cuando Dios creó a los animales ante la mirada de Adán para que éste les diera nombre, se dice que también desmembró la melodía en un millón de partes; cada animal que creaba era datado con una de estas partes. Hoy día, cuando oyes cantar al pavo real, si te fijas bien, puedes escuchar un diminuto fragmento del gran canto. Pero ten cuidado, no debes dejarte llevar por las apariencias. No está en la carne ni en las púas, ni en los picos o siquiera en el aliento la esencia de la canción. Los labios y el gaznate, tu comprendes, son al fin y al cabo algo corporal, como las uñas o el escroto, y la melodía no se aloja ni siquiera en el tuétano de nuestros huesos, sino que es forma y armonía que nos moldea más allá de todas las cosas.
Lemech tiraba de un un hilo que asomaba de la manga de su corcusido caftán mientras escuchaba al maestro. Le costaba retener las palabras pues ya era casi el mediodía y hacia varios días que no probaba bocado. Sin embargo, en el estado en que se encontraba, las palabras chocaban con sus sentidos encandilados dejando huellas que se sobreponían y amalgamaban en el tiempo unas con otras, formando un cuadro que parecía reflejado en un espejo de agua.
–Yo nunca me he hallado digno de transitar los arcanos caminos que conducen a las puertas celestes—continuo el maestro mientras sus ojos se entornaban levemente hasta quedar cerrados–. Pero puedo enseñarte los rezos y conjuros que te conducirán a ellos. Una vez que llegues allí, ningún ser de este mundo es capaz de ayudarte a encontrar el camino. Adentrarse en ellos sin la capacidad de escuchar a los espíritus puede ser tan peligroso como sumergirse en el laberinto de Creta. Debes recordar que no es uno quién recorre el camino, sino que, por el contrario, debes permitir que el camino sea quién te vaya atravesado. No existe otra forma. Nuestra materia es incapaz por sí misma de tal hazaña, sólo una entrega absoluta permite la comunión con lo divino. Una gota de lluvia que se pierde en el mar, es el mar mismo.
Y al decir esto, el maestro, que se encontraba cruzado de piernas sobre el piso, torció su cuerpo hacia adelante hasta casi alcanzar el piso con su boca, y comenzó a salmodiar una tenue melodía mientras llevaba sus manos a la espalda. Permaneció así durante media hora y luego se volvió a enderezar y, mirando al cielo con los ojos en blanco, mantuvo una lacónica y rasposa nota por varios minutos hasta quedar sin aire.
Un grito estridente, casi un alarido gutural, se oyó en la puerta de entrada. Esto sobresalto tanto al maestro como al alumno y, acto seguido, Lemech corrió a la puerta. Al cabo de unos segundos apareció junto a un faquir de aspecto aun más miserable y precario que el de ellos.
–Es la mitad de lo que he mendigado en el día –dijo el faquir mientras extendía una escudilla con comida al anciano–. Le ruego lo acepte y me conceda su bendición.
El maestro tomó la escudilla en sus manos y la apoyó en el piso. Luego tocó las manos y la frente del faquir y dijo unas palabras que sólo eran capaces de entender él, y los ochenta y ocho mil demonios a los que había conjurado para que protegiesen al santo hombre.
Lemech acompañó nuevamente al hombre hasta la puerta y le despidió. A volver, el maestro terminaba de bendecir la comida mientras sacaba una cuchara de un pliegue de su ropa. El vaho que desprendían las gachas de la escudilla, empañó los lentes del anciano cuando este se acerco a probar el primer bocado. Lemech miraba fijamente al anciano masticar lentamente, como si estuviese pronunciando las preces de un ritual no secreto, sino más bien intimo. Lemech imaginaba la textura de la avena y la leche y la miel disolviéndose contra el paladar del viejo, mientras desaparecían las arrugas del rostro. De pronto el frío de una puñalada le atravesó el vientre y el dolor le obligó a doblarse sobre sí mismo. Cuando logró sobreponerse su cubrió el rostro con las manos y se mantuvo encorvado y con la cara oculta, mientras el maestro terminó su comida. En eso se escuchó el ruido de un carro seguido por un silbido. Al ver que su discípulo no se movía, el maestro lo interpelo de la siguiente manera.
–¿Qué es lo que pasa que no corres a ver quién llama a la puerta?
–Ya sé quién llama, y no voy a ir. No hace falta.
–Sería una falta de respeto que no atiendas a un benefactor de la escuela, y no le bendigas por su buena voluntad. No es en ti en quién debes pensar en este momento.
Lemech se paró, y moviéndose como un espectro, se retiro de la habitación. Al volver, con un pedazo de pan caliente y un cuenco con caldo humeante en las manos, parecía como si el alma le hubiese vuelto al cuerpo. Ya sentado y a punto de partir el pan por la mitad, se detuvo en seco y cerró con furia los ojos para contener las lagrimas. Luego, ya repuesto, apartó la comida con un gesto suave y controlado, casi de grandeza.
–¿Por qué apartas el alimento? –inquirió el maestro.
– Es que no voy a comer.
–¿Cómo, cuatro días seguidos de ayuno? –dijo el maestro con sorpresa, sin dejar de sentir culpa por no poder acompañarlo–. No hay razón para semejante sacrificio en alguien tan devoto como tú.
–No es por sacrificio que hoy no como, sino por penitencia. Recién, cuando usted comía, quebranté el sagrado precepto de no dejarse arrastrar por las ansias del apetito.
Al oír esto, y ver el semblante tranquilo y complaciente del joven, el maestro se sintió orgulloso de tener un discípulo tan aplicado como el suyo.

Por la tarde, luego de que el maestro durmiese su siesta, al igual que el Buda frente al toro en los campo de Gandhara, continuaron estudiando la cábala hasta que la luna se hizo visible desde la breve ventana del aula.

Por la noche, ambos dormían en la misma habitación, previamente calentada con una estufa a leña. A cada lado había una estera colocada junto a la pared. Además de eso, un banco sin respaldar, situado en una esquina, y un aguamanil, completaban todo el mobiliario. Dormían con la ropa que llevaban puesta durante el día, y así y todo solían pasar frío.
Ambos estaban extenuados, y al terminar de recitar el antiguo conjuro onírico cayeron rendidos en sus camas y, al apagar Lemech la lámpara, de un soplo entró la noche y el sueño.

–¡Maestro, maestro! –llamó en la oscuridad. Éste dormía un sueño profundo, y Lemech tuvo que repetir varias veces el llamado para lograr despertarlo.
–¿Qué pasa? –inquirió el maestro aun dormido y un poco asustado.
–La melodía maestro... aun puedo sentir su rastro en mi cuerpo... hace unos instantes... me he visto en el sumo grado –respondió Lemech excitado. Le costaba encontrar las palabras, y más aun hacer que salieran de su boca.
–¿Cómo dices? Serenate un poco, y cuéntame que ha pasado.
–Es... eh... he cantado. No. No, algo ha cantado en mi... la melodía... ¡Maestro!... déjeme que le cuente.
–Sí, claro, claro –trato de calmarlo nuevamente– te refieras acaso a...
–Sí. Fue increíble. Cuando desperté. No... en realidad no. Primero dormí. Un sueño muy pesado, profundo. Estaba exhausto, no recuerdo siquiera cuando apoyé la cabeza en la almohada. Pero sucedió que al igual que sucede siempre que uno ayuna, ni bien mi cuerpo recuperó las fuerzas mínimas como para mantenerse despierto, el sueño me abandono a mitad de la noche. Pero esta vez no fue como las otras noches. Hace meses que no se oyen los grillos por aquí, y yo podía oírlos claramente en el jardín. Tampoco lograba percibir el frío, era como si estuviésemos en verano. En un momento pensé que estaba soñando, pero abrí bien los ojos y pude ver el reflejo de la luna bajo la puerta, y también lo escuché roncar. Entonces quería volver a dormir, pero mi mente no se quedaba quieta, y todo parecía detenido, como esperando, como esperándome. Entonces meditaba sobre lo que habéis dicho durante la tarde, y no podía dejar de pensar en la melodía. A toda costa quería conocerla, tanto que el cuerpo se me crispaba de solo pensar en otra cosa. Entonces un profundo dolor se apoderó de mí, porque no encontraba la manera, sentía impotencia y ganas de llorar. Y me contraje sobre mi mismo y repetí el canto del profeta en el desierto, tratando de olvidarme ser. Y nuevamente todo pareció detenerse, pero está vez fue como la pausa que hace una carreta al llegar a un cruce en el camino, pues pronto todo comenzó a fluir lentamente, como si una corriente de agua me atravesara. Sentí en la lejanía una cancioncilla, apenas un leve murmullo, y así como podía me fui dejando llevar y comencé yo también a cantar. No con mis labios ni mi boca, era todo mi cuerpo que vibraba, y de pronto todo comenzó a encenderse, todo se iba haciendo luz.
–Sí, sí, claro, claro –dijo el maestro despabilado e incorporándose–. Eso es. ¿Y que pasó? Sigue, sigue contando.
– Entonces aun nada era del todo claro, y por momentos creía que no tendría las fuerzas para entonar la siguiente estrofa. Todo era nuevo, me sentía desconcertado. Pero de a poco los sonidos del exterior se fueron callando, y cada vez percibía más claro el canto, y podía seguir el ritmo y la cadencia, avanzaba de a poco, muy lento, pero a la vez tenía la clara noción de que todo se iba acelerando. De a poco fui dejando de sentir mi cuerpo como tal. Al principio era como si un millón de hormigas caminaran por mi cuerpo, podía sentir cada una de sus patas tocar cada átomo de mi ser como si fuera una cuerda. De a momentos todo esto se intensificaba, como la respiración del mar, y parecía sumergirme en el aliento de lo divino. Y ya dejaba de sentir el suelo, de a poco todo mi cuerpo comenzaba a elevarse, a vibrar con más intensidad, de forma que cada punto comenzaba a entrar en resonancia con el grado supremo. No había ni camino ni retorno, sólo un impulso, una luz que era sonido y aroma y tacto y gusto y nada que se le pareciese porque mi alma cantaba de jubilo y alegría al contacto de lo divino que inundaba todo mi ser, que se hacía carne en mi alma.
–Eso, eso –lo alentaba el maestro entusiasmado–. Dichoso tú. Feliz tú que has encontrado el camino.
–Pero ahora todo se ha desvanecido. Mis sentidos han vuelto a despertar, y me encuentro tan cansado, maestro...
–Claro, claro. Pero no debes dejar que eso te perturbe. Ahora debes descansar. ¡Que emoción! Ya mañana me contarás todo.
–Sí, sí. Le enseñaré como hacerlo... Pero hay un detalle. Esto lo descubrí cuando me encontraba impotente y desesperado. No es sólo un canto. También es una danza.
–¿Cómo dices? –inquirió el maestro dejando ver todo el azul de sus ojos y las arrugas de su amplia frente.
–Sí, una danza. Pero no es complicada –respondió Lemech desprendiéndose de sus ropas–. Déjeme que le muestre el movimiento.
Entonces fue que el maestro se sentó en el único banco que había en la habitación, y mirando las frías baldosas del piso se cubrió el rostro con una mano, mientras sacudía lentamente la cabeza de un lado a otro.
–¡Pero no, m'hijo! –dijo el maestro con mansa reconvención, recordando sus años de juventud en los arrabales de la ciudad–. Lo que usted ha hecho es una paja.
Lemech entendió el gesto, pero no la palabra. Aun quedaba algo de esa extraña sensación recorriéndole el cuerpo.

29 marzo, 2009

El fondo

Ese lugar en donde soy bueno. En donde aun te sigo queriendo. En donde se esconde ese rincón de noche que siempre me acompaña. En en donde a veces hace frió. En donde te toqué por primera vez entre las piernas, por arriba de la bombacha, y pude sentir los pelitos escapando por los costados. En donde solía sentarme en la escuela. Donde tantos están. De donde algunos pocos salieron. Que a veces acariciamos cuando la luna trepa hasta el cenit y Baco danza en las venas. Que parece estar agujereado, de tantas cosas que entran, y sobre todo de otras que salen.

24 marzo, 2009

Relatos de Juan


Allá por el año 96 o 97 en un taller literario al que concurría nos dieron una consigna de escribir en algo así como una hora, o quizás menos o más tiempo, varios relatos cortos. No recuerdo exactamente cual era la consigna, pero más o menos así venía la mano. Por ese entonces yo había leído algo de las Historias del señor Keuner de Bertolt Brecht y visto en Caloi en su tinta unos cortos checos, creo, que trataban sobre sobre sucesos poco probables que que se iban concatenando hasta llegar a conclusiones desopilantes (el abc de la comedia básicamente). Teniendo estas dos cosas en mente a mi se me dio por escribir los siguientes relatos, a los que siempre tuve cierto aprecio.
Relato 1
Juan compra una alfombra. Paralelamente a este suceso, sus hijos, frente a la negativa su padre a dejarlos tener mascotas, meten de contrabando un gato callejero a la casa. Pasa una semana y la casa termina infestada de pulgas. Juan no encuentra otra explicación que el que éstas hayan venido con la alfombra, así que enfurecido, la carga en el auto y se va al negocio a reclamar. En el negocio no aceptan el reclamo y Juan , para acabar con las pulgas y tomar represalias, decide prender fuego la alfombra en la puerta del local. Mientras, sus hijos, para que el padre no se de cuenta de que las pulgas continúan a pesar de que ya no está la alfombra, deciden llamar a un fumigador. Al llegar Juan a su casa, ve humo saliendo por debajo la puerta y piensa que los del local le están incendiando la casa en forma de venganza. Loco, sale corriendo hacia la estación de bomberos y luego se dirige a una comisaría a denunciar lo sucedido. Al llegar, los bomberos se encuentran la casa a la perfección y sin el más mínimo rastro de haber sufrido ningún incendio. Tampoco hay ningún indicio de las pulgas. Juan es declarado demente e internado en un manicomio. Los hijos festejan contentos, ya no hay nadie que les impida tener mascotas.
Relato 2
Juan sale en pedo de un boliche y sin querer atropella con el auto a un fundamentalista árabe y luego va a parar contra un árbol. Los familiares del muerto averiguan a la familia de Juan y la asocian con un tal Ramiro hermano de Lucas amigo de Tito hijo de Jacobo primo de Teodoro miembro de un movimiento por la paz en Israel. El 17/8/96 explota el auto del padre de Juan que acababa de ser vendido a Ibrahim medico personal de Nino Brigatti, jefe hipercolesterolemico de la mafia local. Nino piensa “¿Que forma extraña la de querer matar a un hombre, asesinando a su medico?”. Pero por precaución, no vaya a ser cosa que, decide mudarse junto a un sanatorio y comienza una dieta a base de verduras.
Relato 3
Juan llega a la ciudad en busca de alojamiento. Una familia, que pretéritamente había perdido un hijo, decide alquilarle la habitación que ha quedado libre. El tiempo pasa, y Juan se va dando cuenta de que paulatinamente comienzan a tratarlo como si fuera de la familia; a veces, hasta le confunden el nombre. Sigue pasando el tiempo y empieza a sospechar. No es natural que una mujer muera de envenenamiento y, luego, un hombre desaparezca misteriosamente. Mucho menos natural es que estos sean su padre y su madre. El tiempo sigue su paso, y luego de meditarlo, descubre que el nombre Pablo le queda mucho mejor que Juan.
Relato 4
Un hombre llamado Juan descubre que ya no puede reír mas. Entonces, quien sabe por qué, comienza a ir al circo.
Relato 5
Una mujer llamada Juan, criada en un monasterio del Himalaya ,descubre luego de llegar por primera vez a una ciudad que tiene nombre de hombre. Inmediatamente comienza a sentir una gran incertidumbre acerca de su sexo. Para salir de esta decide enamorarse. Luego de varios intentos termina enamorada de un tipo y llega al conclusión de que realmente es mujer. Luego, ya pasado el tiempo, hojeando una revista Playboy de su novio comienza a ver tipas con tipas; tipos con tipos; tipas jodiendo con tipos y tipas y todo mezclado. Termina por caer en una incertidumbre aun mayor a la de antes y decide asexuarse.
Relato 6
Juan deposita un sombrero en el suelo y empieza a recitar a cuatro vientos poemas de amor. El dinero aumenta en el sombrero y el hombre se hace fama de gran poeta. Al ser entrevistado en un programa de TV en el cual le preguntan quien inspiro tales poemas responde sin dudarlo: “el dinero en la gorra”.
Relato 7
Un día, hace ya mucho tiempo, Juan se levantó y dijo “No hay lugar para nada nuevo bajo el sol, ya está todo inventado”. Sin saberlo, había inventado el pesimismo.
Relato 8
Un hombre  llamado Juan compra un muñeco a cuerda y se obsesiona con éste. Al cabo de unos años se hace famoso por escribir un ensayo sobre el hombre moderno.

17 marzo, 2009

Bichitos de la luz

El hombre necesita comer para vivir, y la naturaleza no tuvo mejor idea que atar esta necesidad al placer, para asegurarse que uno dedicase el esfuerzo necesario en no dejarse morir de inanición. A la mayoría de los mamíferos nos sucede algo parecido. A los reptiles, por otra parte, la comida no les seduce tanto. Sin embargo son capaces de hacer uno que otro truco para conseguir tirarse a reposar bajo el sol, o una lampara de rayos infrarrojos si vamos al caso. Desconozco por completo lo que pasa por la cabeza de una jirafa, un faisán o un cocodrilo, pero no me molesta en lo absoluto abusar del principio de inducción y suponer que estos también experimentan placer al encontrarse con aquel objeto que moviliza su deseo. Es así como llegamos de imprevisto a la orgía que representan cientos de bichitos de la luz golpeando una y otra vez su cabeza contra un tubo fluorescente hasta morir de éxtasis.

16 marzo, 2009

Baba de Caracol

La baba de caracol es el residuo del lento andar de estos moluscos de jardín, aunque también existe la posibilidad de que sea su único fin. Al observarla sobre la tierra, húmeda y oscura, nos recuerda a finísimos hilos de plata entreverados y acuosos. La misma no posee muchos usos que digamos, sin embargo, quienes saben afirman que puede curar la celulitis y ahuyentar males de todo tipo, siempre y cuando no tengan nada que ver con amor, dinero o salud. Los estudios de la misma por parte de la comunidad científica son escasos y no gozan de mayor relevancia dentro en estos círculos ni en ningún otros. Sin embargo, más de una vez he sorprendido a mi padre con un caracol aplicado sobre un corte o rasguño; según él sana, y yo con mi padre no discuto. Tornando nuestras miradas al mundo del arte vale la pena mencionar el empleo que hizo de ésta Leónidas Berger en su obra “Persistencia del Tiempo”. Berger utilizó la baba de trece caracoles mestizos y doce pura sangre para elaborar un cuadro en el cual retrataba, según indica su nombre (y a partir de una interpretación personal, aclaró luego el autor) la persistencia del tiempo. En la reseña de la muestra realizada por la revista “Art Intruders” Sergio Gamboa escribió: >> Sin dudas una de las más denodadas instalaciones que se han visto este año en la ciudad de Rosario. Entre las destacadas de esta serie las más comentadas fueron “Persistencia del Tiempo” y “Fragmentos impropios de la eternidad”. En “Fragmentos impropios de la eternidad” Berger compone sobre una variación de un terrario de cuatro metros cuadrados un paisaje de realista abstracción en el cual ocho caracoles se debaten en el trabajoso arte de la persistencia intentado pergeñar un cuadro de la eternidad.

14 marzo, 2009

Acompañado

A veces, cuando estoy lo suficiente borracho como para saber que al otro día no voy a recordar nada, me gusta consentirme. Entonces es que me preparo un sándwich, lo condimento con mucho picante, y lo guardo en la heladera. Me escribo algo lindo en el espejo del baño. “Sos groso, sabelo”. O me mando un email con un poema. “Se trajo en el corazón / un pez del mar de la china / A veces se ve cruzar / Diminuto por sus ojos / Olvida siendo marino / los bares y las naranjas / Mira al agua”. Cosas sencillas, pero lindas. Al despertar, me reconforto en la sorpresa de saber que ese otro, así y todo, piensa en mí. Es una forma simpática, divertida y siniestra de sentirse acompañado.

Persistencia de la noche

Al despertar, sus amigos, aun borrachos, seguían allí.

Final Abierto.

Hubo una historia que siempre me llamó la atención. Es algo que le pasó a un amigo. Resulta que este muchacho se puso de novio hará un par de años más o menos. Una mina muy simpática, de esas con las que te podés pasar hablando toda la noche sin darte cuenta. En fin, la cuestión es que un día estaban mirando una película, o más bien, era la primera película que miraban juntos, si mal no recuerdo y, de repente, diez minutos antes del final, se corta la luz. Ya en la cama, se pusieron a fabular acerca de los posibles finales de la película. Y que esto y lo otro, que hacía poco que empezaban a salir, el romance, la pavada, parece que el asunto resultó divertido, tanto, que esa misma noche decidieron que la cosa quedaría así, que jamás terminarían de ver la película.

Y así fue, hasta que un día se les dio por ver otra. Esta vez no se cortó la luz ni nada de eso, sino que cuando se dieron cuenta de que la película estaba por terminar, posiblemente cruzaron sus miradas en la oscuridad, apenas la tenue luz de la pantalla del televisor, y eso, y una sonrisa, les basto para saber que ese era su destino. De ahí en más nunca volverían a ver el final de otra película.

Se pasaban horas imaginando finales. A veces, uno empezaba con algo y el otro completaba la idea, otras, cada cual construía su historia por separado, y luego se las contaban el uno al otro. Los finales debían ser originales, pero también creíbles. Cuando se abandonaban al influjo de las sustancias, estos podrían parecer increíbles, pero, sin duda, ellos le encontraban su lógica. Algunos eran cortos y sencillos, otros, se alargaban tanto como el resto de la película. En ciertas ocasiones, incluso llegaron a incluir nuevos personajes que, en el transcurso del relato, desarrollaban complejas personalidades, resolvían traumas de su pasado o terminaban apoderándose de la historia. No era sencillo seguirles la corriente, pero a ellos esto les encantaba; eran felices consumando este ritual. El mejor final de Blade Runner que recuerdo es uno que ellos me contaron. A veces pasaba que el final inventado coincidía a la perfección con el de la película, pero, si alguien llegaba a querer mencionarlo, las consecuencias podían ser terribles. Había que cuidarse de no revelar nunca un final, más allá de que ellos, a su manera, quizás ya lo conociesen.

Todos pensamos que con tiempo esto se les pasaría, que volverían a ver las películas como antes. Luego de unos meses, nos convencimos de que la cosa venía para largo. Y así siguió más o menos hasta que un día en el teatro, a mitad del último acto, uno de ellos se paró de golpe, como si se hubiera acordado de algo. Al segundo, aunque en realidad me pareció más tiempo, el otro también se puso de pie e instantes más tarde ambos habían dejado la sala. Quizás, el haberse parado en el teatro se haya debido a un acto reflejo desarrollado de tanto mirar películas juntos, quizás ya lo tenían planeado, nadie estaba del todo seguro, lo cierto es que a nosotros nos dio un poco de miedo. De ahí en adelante sumaron a la costumbre de las películas la de no terminar de ver las obras de teatro. Y así siguieron sin problemas hasta el día que fuimos a ver Hamlet. Llegado el tercer acto estaban disfrutando verdaderamente de la obra, que a decir verdad no tenía nada que pudiese ser objetado, pero al llegar el cuarto acto empezamos a notar algo raro. Comenzaron por hablarse al oído, apenas si escuchábamos alguna palabra de lo que discutían. En el quinto acto ambos estaban nuevamente en silencio, con el semblante rígido. Ninguno de nosotros miraba ya la obra, todos estábamos expectantes: ¿dejarían la sala? Al caer el telón ambos seguían ahí. Los dos conocían perfectamente el final de la obra y, si bien parecían no ponerse de acuerdo, terminaron quedándose. Qué sentido tenía huir antes de tiempo

Aquí fue cuando empezó el drama, porque a ella se le ocurrió que lo lógico, ya que nunca terminaban de ver las películas ni las obras de teatro, era que se comprometieran a no terminar de leer los libros. Era la única forma que tenían de asegurarse de que el episodio del teatro no volviese a suceder. Luego, cuando alguno de los dos terminaba, esto entre comillas, una novela, debía contarle la historia al otro, así como los posibles finales que se le habían ocurrido. Tenían lo suyo las exposiciones, hay que reconocerlo, pero la magia empezaba a desvanecerse. Ya que contar una novela, a menos que uno goce de una capacidad similar al novelista, no es cosa fácil y, además, el otro nunca terminaba de entender del todo la historia. Y ni hablemos, por ejemplo, de querer narrar novelas como el Ulysses, para luego encajarle un final a gusto... en fin, creo que se entiende la idea.

Ya entonces discutían por cosas que antes se daban de común acuerdo. Un día, él cerró una novela una página antes del final. Era una novela corta, es verdad, pero una página era demasiado cerca del fin, dejaba muy poco a la imaginación. No es rara una novela en que, incluso diez páginas antes del final, los conflictos principales ya han sido resueltos. Ésto generó una fuerte discusión; ella se sintió engañada. Entonces, empezó a ponerlo a prueba todo el tiempo. No lo dejaba terminar los platos de comida; cerraba el tablero de ajedrez en mitad del partido; preparaba un postre sólo para tirarlo a la basura. En esas resignaciones residía la grandeza de su pacto; todo se resumía a ese fanatismo lleno de deseos sobrepuestos a la voluntad de no encontrarse con otra cosa que no fuera lo que habrían de imaginar, o quizás imaginado.

A veces, cuando iban a un concierto, se bajaban diez cuadras antes de la parada. Otras, usando una guillotina, le cortaban el cuarto inferior al diario. Llegó incluso un momento en que a él se lo notaba siempre excitado; se le caían las cosa de las manos; sudaba todo el tiempo. El juego había llegado demasiado lejos. Es mi suposición, pero no sin fundamentos, que ella ya no lo dejaba ni siquiera acabar. No quiero siquiera imaginar la agonía: ella atrayéndolo como una sirena, él cediendo a sus instintos más básicos; ella llevándolo hasta el límite para luego, como hacía ya con casi todas las cosas, negarle la consumación del acto. Es más que entendible que él decidiera alejarse.

Cuando me comentó lo que venía pensando, aun la duda rondaba por su cabeza, pero con el tiempo se fue convenciendo. Aun la quería, es verdad, pero la cosa no daba para más. Así que un día tomó coraje y la llamó, fue claro y conciso: “Quiero que terminemos”, le dijo. Pero, como es lógico, si había algo que ella no estaba dispuesta a hacer, sobre todas las cosas, era a terminar.