30 abril, 2009

El Asado

Que el asado es algo muy groso, prácticamente no hace falta decirlo. Es algo que se sabe; que todos sabemos. Y de ahí que, como toda gran verdad, es fácil de aceptar pero difícil de demostrar. Su carácter, prácticamente axiomático, nos empuja a convivir con su existencia sin necesidad de ponderar o siquiera cuestionar la misma. Y he aquí el quid de la cuestión, pues sin ánimos de demostrar, pero si de exaltar esta verdad, procedemos por el conocido método de reductio ad absurdum para lograr nuestro objetivo. ¿Como sería el mundo sin asado? Está es, ni más ni menos, la pregunta que trataremos de responder a continuación.

Sin lugar a dudas, una de las consecuencias inmediatas sería que el tamaño del ego de los argentinos se reduciría a niveles comparables al de pueblos hermanos como el chileno o el paraguayo.

Se abandonaría la producción de carbón vegetal para el público, y por qué no para siempre, o acaso tiene alguna otra finalidad el mismo.

La gente, desorientada, no sabría a quien aplaudir luego de una comida al aire libre.

Chorizo y morcilla pasarían a ser palabras que aludirían únicamente al miembro masculino, y ya nadie sabría bien por que.

Los vegetarianos comenzaría a ser aceptados por la sociedad como iguales, e incluso hasta casi que se los comprendería.

El locro y las empanadas recobrarían el antiguo esplendor del que gozaran en las viejas épocas.

Aumentaría la producción de hornos de barro, de eso no caben dudas, pero no sería lo mismo.

Las abundantes escenas en que se celebran hecatombes y consecuentes asadazos que describe La Odisea dejarían de tener sentido y, con el tiempo, se inventarían nuevas aventuras para de a poco ir remplazar esos pasajes incongruentes en que la gente no hace otra cosa que comer animales asados y llorar la desgracia del héroe. Aunque no hay que dejar de tener en cuenta que también cambiaría radicalmente la historia en sí; ya que al no caer los marinos de Ulises en la tentación de comerse el ganado de Helios, no habría tampoco necesidad de que Zeus hundiese luego su barco, aumentado así las desgracias y la soledad de nuestro héroe.

Por último, y esto es incuestionable, comenzaríamos a perder la profunda y antigua fascinación que sentimos aun hoy día por el fuego (primer avance tecnológico significativo de la raza humana) y junto con está, pilar esencial en el que se inspiraron los siguientes avances, gradualmente se iría perdiendo también el interés por la tecnología y la ciencia en general. Ya no habría motivo o pulsión que nos impeliese al dominio de la naturaleza. De a poco, las viejas maquinarias dejarían de funcionar, los satélites colisionarían unos con otros en el cielo y los barcos serian tragados lentamente por el mar. La humanidad dejaría de ser tal cual la hemos conocido.

11 abril, 2009

Los cabalistas

Cuando vienen malos tiempos, hasta la más preciada mercancía –la suprema ciencia de lo divino– decae y se envilece. Tal sucedió con la alta escuela talmúdica de Laschtchow, de la que no queda sino su rector, el maestro Jekel, y un solo discípulo.
Es el rector un anciano demacrado, con larga barba descuidada y ojos extintos. Lemech, su único discípulo, es un muchacho larguirucho y escuálido, de pálidas mejillas, negros aladares y ojos como la noche, casi siempre abatidos.
Los días no pasan de forma sencilla en la vieja escuela–gris espectro de la otrora agitada y resplandeciente– donde a veces permanecen días enteros sin probar bocado; tal es la miseria en que ha caído la ciudad, arrastrando las más eximias tradiciones.
Siempre que hay yerba, se respeta el ritual al pie de la letra, y antes de que el gallo cante, ya está el agua calentándose en la pava. Lemech se encarga de esto y, cuando el agua está lista, su maestro, quien reza laudes por ambos, se sienta en cuclillas junto al mantel en donde su discípulo ceba el primer mate del día. Esto cuando hay yerba, ya que por lo general no dura más de una semana, y falta hasta la siguiente luna nueva. El resto de los días, Lemech simplemente corre descalzo al jardín en busca de unas ramitas que pronto ambos mascan en silencio y, acto seguido, utilizan para cepillarse los dientes tal como es la vieja costumbre entre su gente.
En otro tiempo, en el jardín se daba la más variada selección de frutos y hortalizas, con los cuales se preparaban toda clase de dulces y brebajes, pero, habiéndose marchado hace mucho tiempo los monjes que se encargaban de su cuidado, ya no quedan más que yuyos y enredaderas trepando por ajados arboles y muros.
Este año, el invierno se revela más agresivo de que los anteriores, y el maestro duda acerca de si llegará a ver nuevamente la primavera. Por eso que ha redoblado sus esfuerzos para preparar a su discípulo en el divino arte. Por eso, y porque cuando el hambre y la precariedad trabajan en uno, es fácil y justo ceder a la tentación de la cábala. Todos los días, ni bien despunta el sol, ambos, maestro y discípulo, se encuentran seducidos y abocados al misterio.

–Wotan fue quien reveló, a través de rústicos signos, la melodía a los hombres –indica el maestro–. Pero no cualquiera es capaz comprenderlos. El ayuno y la penitencia son apenas los primeros escalones a franquear en el camino hacia el mundo de los espíritus. Se requiere de un alma completamente purificada, o simplemente pura, para alcanzar la cima. El gran Rabí –tenga Alá su nombre en la gloria– fue el primero en descifrarlos y entonar el canto completo. A mi, en cambio, tan sólo me ha sido dado el poder entonar apenas algunas estrofas menores de la melodía.
>> Cuando Dios creó a los animales ante la mirada de Adán para que éste les diera nombre, se dice que también desmembró la melodía en un millón de partes; cada animal que creaba era datado con una de estas partes. Hoy día, cuando oyes cantar al pavo real, si te fijas bien, puedes escuchar un diminuto fragmento del gran canto. Pero ten cuidado, no debes dejarte llevar por las apariencias. No está en la carne ni en las púas, ni en los picos o siquiera en el aliento la esencia de la canción. Los labios y el gaznate, tu comprendes, son al fin y al cabo algo corporal, como las uñas o el escroto, y la melodía no se aloja ni siquiera en el tuétano de nuestros huesos, sino que es forma y armonía que nos moldea más allá de todas las cosas.
Lemech tiraba de un un hilo que asomaba de la manga de su corcusido caftán mientras escuchaba al maestro. Le costaba retener las palabras pues ya era casi el mediodía y hacia varios días que no probaba bocado. Sin embargo, en el estado en que se encontraba, las palabras chocaban con sus sentidos encandilados dejando huellas que se sobreponían y amalgamaban en el tiempo unas con otras, formando un cuadro que parecía reflejado en un espejo de agua.
–Yo nunca me he hallado digno de transitar los arcanos caminos que conducen a las puertas celestes—continuo el maestro mientras sus ojos se entornaban levemente hasta quedar cerrados–. Pero puedo enseñarte los rezos y conjuros que te conducirán a ellos. Una vez que llegues allí, ningún ser de este mundo es capaz de ayudarte a encontrar el camino. Adentrarse en ellos sin la capacidad de escuchar a los espíritus puede ser tan peligroso como sumergirse en el laberinto de Creta. Debes recordar que no es uno quién recorre el camino, sino que, por el contrario, debes permitir que el camino sea quién te vaya atravesado. No existe otra forma. Nuestra materia es incapaz por sí misma de tal hazaña, sólo una entrega absoluta permite la comunión con lo divino. Una gota de lluvia que se pierde en el mar, es el mar mismo.
Y al decir esto, el maestro, que se encontraba cruzado de piernas sobre el piso, torció su cuerpo hacia adelante hasta casi alcanzar el piso con su boca, y comenzó a salmodiar una tenue melodía mientras llevaba sus manos a la espalda. Permaneció así durante media hora y luego se volvió a enderezar y, mirando al cielo con los ojos en blanco, mantuvo una lacónica y rasposa nota por varios minutos hasta quedar sin aire.
Un grito estridente, casi un alarido gutural, se oyó en la puerta de entrada. Esto sobresalto tanto al maestro como al alumno y, acto seguido, Lemech corrió a la puerta. Al cabo de unos segundos apareció junto a un faquir de aspecto aun más miserable y precario que el de ellos.
–Es la mitad de lo que he mendigado en el día –dijo el faquir mientras extendía una escudilla con comida al anciano–. Le ruego lo acepte y me conceda su bendición.
El maestro tomó la escudilla en sus manos y la apoyó en el piso. Luego tocó las manos y la frente del faquir y dijo unas palabras que sólo eran capaces de entender él, y los ochenta y ocho mil demonios a los que había conjurado para que protegiesen al santo hombre.
Lemech acompañó nuevamente al hombre hasta la puerta y le despidió. A volver, el maestro terminaba de bendecir la comida mientras sacaba una cuchara de un pliegue de su ropa. El vaho que desprendían las gachas de la escudilla, empañó los lentes del anciano cuando este se acerco a probar el primer bocado. Lemech miraba fijamente al anciano masticar lentamente, como si estuviese pronunciando las preces de un ritual no secreto, sino más bien intimo. Lemech imaginaba la textura de la avena y la leche y la miel disolviéndose contra el paladar del viejo, mientras desaparecían las arrugas del rostro. De pronto el frío de una puñalada le atravesó el vientre y el dolor le obligó a doblarse sobre sí mismo. Cuando logró sobreponerse su cubrió el rostro con las manos y se mantuvo encorvado y con la cara oculta, mientras el maestro terminó su comida. En eso se escuchó el ruido de un carro seguido por un silbido. Al ver que su discípulo no se movía, el maestro lo interpelo de la siguiente manera.
–¿Qué es lo que pasa que no corres a ver quién llama a la puerta?
–Ya sé quién llama, y no voy a ir. No hace falta.
–Sería una falta de respeto que no atiendas a un benefactor de la escuela, y no le bendigas por su buena voluntad. No es en ti en quién debes pensar en este momento.
Lemech se paró, y moviéndose como un espectro, se retiro de la habitación. Al volver, con un pedazo de pan caliente y un cuenco con caldo humeante en las manos, parecía como si el alma le hubiese vuelto al cuerpo. Ya sentado y a punto de partir el pan por la mitad, se detuvo en seco y cerró con furia los ojos para contener las lagrimas. Luego, ya repuesto, apartó la comida con un gesto suave y controlado, casi de grandeza.
–¿Por qué apartas el alimento? –inquirió el maestro.
– Es que no voy a comer.
–¿Cómo, cuatro días seguidos de ayuno? –dijo el maestro con sorpresa, sin dejar de sentir culpa por no poder acompañarlo–. No hay razón para semejante sacrificio en alguien tan devoto como tú.
–No es por sacrificio que hoy no como, sino por penitencia. Recién, cuando usted comía, quebranté el sagrado precepto de no dejarse arrastrar por las ansias del apetito.
Al oír esto, y ver el semblante tranquilo y complaciente del joven, el maestro se sintió orgulloso de tener un discípulo tan aplicado como el suyo.

Por la tarde, luego de que el maestro durmiese su siesta, al igual que el Buda frente al toro en los campo de Gandhara, continuaron estudiando la cábala hasta que la luna se hizo visible desde la breve ventana del aula.

Por la noche, ambos dormían en la misma habitación, previamente calentada con una estufa a leña. A cada lado había una estera colocada junto a la pared. Además de eso, un banco sin respaldar, situado en una esquina, y un aguamanil, completaban todo el mobiliario. Dormían con la ropa que llevaban puesta durante el día, y así y todo solían pasar frío.
Ambos estaban extenuados, y al terminar de recitar el antiguo conjuro onírico cayeron rendidos en sus camas y, al apagar Lemech la lámpara, de un soplo entró la noche y el sueño.

–¡Maestro, maestro! –llamó en la oscuridad. Éste dormía un sueño profundo, y Lemech tuvo que repetir varias veces el llamado para lograr despertarlo.
–¿Qué pasa? –inquirió el maestro aun dormido y un poco asustado.
–La melodía maestro... aun puedo sentir su rastro en mi cuerpo... hace unos instantes... me he visto en el sumo grado –respondió Lemech excitado. Le costaba encontrar las palabras, y más aun hacer que salieran de su boca.
–¿Cómo dices? Serenate un poco, y cuéntame que ha pasado.
–Es... eh... he cantado. No. No, algo ha cantado en mi... la melodía... ¡Maestro!... déjeme que le cuente.
–Sí, claro, claro –trato de calmarlo nuevamente– te refieras acaso a...
–Sí. Fue increíble. Cuando desperté. No... en realidad no. Primero dormí. Un sueño muy pesado, profundo. Estaba exhausto, no recuerdo siquiera cuando apoyé la cabeza en la almohada. Pero sucedió que al igual que sucede siempre que uno ayuna, ni bien mi cuerpo recuperó las fuerzas mínimas como para mantenerse despierto, el sueño me abandono a mitad de la noche. Pero esta vez no fue como las otras noches. Hace meses que no se oyen los grillos por aquí, y yo podía oírlos claramente en el jardín. Tampoco lograba percibir el frío, era como si estuviésemos en verano. En un momento pensé que estaba soñando, pero abrí bien los ojos y pude ver el reflejo de la luna bajo la puerta, y también lo escuché roncar. Entonces quería volver a dormir, pero mi mente no se quedaba quieta, y todo parecía detenido, como esperando, como esperándome. Entonces meditaba sobre lo que habéis dicho durante la tarde, y no podía dejar de pensar en la melodía. A toda costa quería conocerla, tanto que el cuerpo se me crispaba de solo pensar en otra cosa. Entonces un profundo dolor se apoderó de mí, porque no encontraba la manera, sentía impotencia y ganas de llorar. Y me contraje sobre mi mismo y repetí el canto del profeta en el desierto, tratando de olvidarme ser. Y nuevamente todo pareció detenerse, pero está vez fue como la pausa que hace una carreta al llegar a un cruce en el camino, pues pronto todo comenzó a fluir lentamente, como si una corriente de agua me atravesara. Sentí en la lejanía una cancioncilla, apenas un leve murmullo, y así como podía me fui dejando llevar y comencé yo también a cantar. No con mis labios ni mi boca, era todo mi cuerpo que vibraba, y de pronto todo comenzó a encenderse, todo se iba haciendo luz.
–Sí, sí, claro, claro –dijo el maestro despabilado e incorporándose–. Eso es. ¿Y que pasó? Sigue, sigue contando.
– Entonces aun nada era del todo claro, y por momentos creía que no tendría las fuerzas para entonar la siguiente estrofa. Todo era nuevo, me sentía desconcertado. Pero de a poco los sonidos del exterior se fueron callando, y cada vez percibía más claro el canto, y podía seguir el ritmo y la cadencia, avanzaba de a poco, muy lento, pero a la vez tenía la clara noción de que todo se iba acelerando. De a poco fui dejando de sentir mi cuerpo como tal. Al principio era como si un millón de hormigas caminaran por mi cuerpo, podía sentir cada una de sus patas tocar cada átomo de mi ser como si fuera una cuerda. De a momentos todo esto se intensificaba, como la respiración del mar, y parecía sumergirme en el aliento de lo divino. Y ya dejaba de sentir el suelo, de a poco todo mi cuerpo comenzaba a elevarse, a vibrar con más intensidad, de forma que cada punto comenzaba a entrar en resonancia con el grado supremo. No había ni camino ni retorno, sólo un impulso, una luz que era sonido y aroma y tacto y gusto y nada que se le pareciese porque mi alma cantaba de jubilo y alegría al contacto de lo divino que inundaba todo mi ser, que se hacía carne en mi alma.
–Eso, eso –lo alentaba el maestro entusiasmado–. Dichoso tú. Feliz tú que has encontrado el camino.
–Pero ahora todo se ha desvanecido. Mis sentidos han vuelto a despertar, y me encuentro tan cansado, maestro...
–Claro, claro. Pero no debes dejar que eso te perturbe. Ahora debes descansar. ¡Que emoción! Ya mañana me contarás todo.
–Sí, sí. Le enseñaré como hacerlo... Pero hay un detalle. Esto lo descubrí cuando me encontraba impotente y desesperado. No es sólo un canto. También es una danza.
–¿Cómo dices? –inquirió el maestro dejando ver todo el azul de sus ojos y las arrugas de su amplia frente.
–Sí, una danza. Pero no es complicada –respondió Lemech desprendiéndose de sus ropas–. Déjeme que le muestre el movimiento.
Entonces fue que el maestro se sentó en el único banco que había en la habitación, y mirando las frías baldosas del piso se cubrió el rostro con una mano, mientras sacudía lentamente la cabeza de un lado a otro.
–¡Pero no, m'hijo! –dijo el maestro con mansa reconvención, recordando sus años de juventud en los arrabales de la ciudad–. Lo que usted ha hecho es una paja.
Lemech entendió el gesto, pero no la palabra. Aun quedaba algo de esa extraña sensación recorriéndole el cuerpo.