29 septiembre, 2010

Hoy No

¿Cuántas noches pasamos juntos?
No llevo la cuenta.
¿Cuantas nos quedan?
Diez
Mil quizás
La muerte, el odio, la indiferencia
Tarde o temprano todo termina

Pienso en cuando nos conocimos
aún queda el vago recuerdo
de tu olor ese día,
tus dudas y la certeza
de que perdimos una noche.

22 septiembre, 2010

La casa de al lado

Era una casa antigua. Un tapial no muy alto, terminado en unas rejas, cubría el frente. Luego venía el patio, que se extendía por el flanco izquierdo de la casa que, al igual que la vieja que vivía en ésta, estaba muy venida abajo. La arquitectura era de estilo chorizo. En el techo, alguien, alguna vez, había tratado de construir algo; sólo quedaban escombros.
A ambos lados de la casa había edificios, y en uno de ellos vivía yo, pero seguiré narrando la historia en tercera persona, porque es más fácil contar esto como si le hubiera pasado a otro.
El edificio de la derecha también era viejo, y en el segundo piso, donde vivía este chico, el pasillo –porque había cuatro o cinco departamentos por piso– terminaba en una pequeña terraza/tendedero desde donde se veía como la vieja, todas la tardes, alimentaba a los gatos del barrio.

16 septiembre, 2010

Colaboraciones: Gato Blanco y Telita

Primero: salió la revista Gato Blanco, publicación trimestral de arte, literatura y cultura general. En la misma pueden encontrar textos de Mara Pérez, Gisele Amaya Dal Bó y (no todo es color de rosa) también algo mio. Por ahora, los porteños pueden conseguirla en:
* Librería Biblos, Puán 378
* Gambito de Alfil, Jose Bonifacio 1402 (esq. Puán)
* O pedirla por email a revistagatoblanco@gmail.com y te la hacen llegar.

Segundo: La semana pasada se publicó una colaboración mía (siempre yo,  yo, cuanto ego, che...) en el blog de MariaCe. Pueden ir a leerla siguiendo el link: http://mariadecerca.blogspot.com/2010/09/telita-v-nico-aimetti.html

Borges junto a Beppo, su gato blanco.

07 septiembre, 2010

Evolución

Finalmente, después de errar por mucho tiempo, la humanidad evolucionó. Un día, así como así, todo la obra de Shakespeare había sido incorporada a nuestro mapa genético. Por mero instinto, cualquier ser humano era capaz de interpretar sus textos con la misma facilidad que supone el caminar.
Todos llevaban a Shakespeare en la sangre; cualquiera era capaz de morir de amor o sufrir el complejo de Hamlet con singular grandeza. Los villanos urdían siniestras estrategias para matar de celos a sus contrincantes, mientras tanto, otros, retozaban por la vida como chanchos, como Falstaff. Cuando los regicidas no enloquecían, eran los reyes quienes perdían la cordura por despecho. Todos sabían ser sublimes y mundanos sin siquiera haber abierto un libro, ni perdido sus horas en los cursos de Oxford o Cambridge.
Claro que, así como un perro acostumbrado a la vida fácil junto al amo ya no persigue gatos, los instintos de muchos se iban anquilosando por la falta de uso. Capaces de amar como Romeo u odiar como Edmundo, por falta de práctica, sólo conseguían balbucear las lineas de algún personaje menor e insignificante.
Ninguna historia carecía de fuerza o interés y, por ende, los libros de Shakespeare atraían tanto la atención como cualquier cosa que estuviese pasando a la vuelta de la esquina: lo que todos saben es quizás de lo que menos se habla. Y nadie hablaba de Shakespeare ni de su obra, tan sólo se limitaban a vivirla.
Y la vida siguió entre cálidas noches de sueños de verano y terribles tempestades; comerciantes mezquinos capaces de tratar hasta con carne humana; mancebos adornados como Rosaslindas, Rosalindas convertidas en mancebos; dictadores traicionados; maridos traicionados; padres traicionados; amantes traicionados; amigos fieles hasta la muerte.
Y así pasaron años, lustros, eónes sin que nadie mencionara jamás el nombre de William Shakespeare. Hasta que, finalmente un día, el hijo de un guantero de Stratford-upon-Avon decidió oír lo que había en su sangre, en la gente, y ponerse a escribir una parte de nuestro código genético.