Dios
nos vive poniendo a prueba y, desde que elegí caminar a su lado,
nunca me ha fallado, ni yo a Él.
Mi
padre siempre decía que si no fuese por el hábito, yo no sería más
que un sinvergüenza. Sin embargo, no puedo aceptar de buena gana tal
aseveración. En la congregación que dirijo nadie duda de mi
sinceridad. ¿Quién quiere en el púlpito a uno de esos charlatanes
que hablan del fuego y nunca se quemaron? Todos saben que mis
consejos, mis sermones, provienen de Dios, pero también de la
experiencia.
Nadie
ignora el hecho de que me gusta el juego, ni yo lo ando ocultando.
Además, si tengo inclinación natural al mismo, es porque Dios así
lo quiso, y como explicó San Pablo a los Corintios, es el deber de
todo hombre seguir su vocación. Antes he de sufrir mil penurias que
ir en contra de la voluntad Divina. Y sépanlo: cada mañana, al
abandonar derrotado la mesa de los naipes para ir a dar misa, al
doblar la esquina, Dios me espera para darme ánimos; para recordarme
que mi esforzado ejemplo debe de servir de admonición a los
creyentes. Sólo el temor a pecar de vanidad me impide pensar en el
sacrificio que realizo día a día por el bien de los demás. Y sé
bien que Dios así lo quiere.
Yo
nunca especulo con las cartas. Nunca miento ni trato de correr a
nadie. Mi juego siempre es el mismo, manso, tranquilo, a la espera de
esa bendita carta, ese as en la última mano que haga torcer la
partida y nunca, pero nunca, sale. Y tanta mala suerte no puede ser
casualidad, hermanos. El que esa dichosa carta nunca salga sólo
puede obedecer a un designio divino. Dios me quiere desafortunado en
el juego, pero asaz en santidad. Si no, aunque sea una vez, tan
siquiera una vez, me dejaría ganar. No puede ser de otra manera.
Amén.