13 septiembre, 2011

Cetribæ

Esa tarde me tocaba leer a mí. Eran unas veinte personas escuchando sentadas, expectantes, inútiles; al fin y al cabo no eran ella.

Comencé a leer. La historia empezaba en el jardín de infantes. Unos ojos verdes, ese verde que luego se va perdiendo con el tiempo, ese verde que la vida va apagando y es imposible encontrar en un adulto. Ella tenía ojos así de verdes, pelo oscuro, unas manitos que se perdían en los pliegues de su guardapolvo azul, como todos los otros guardapolvos azules, aunque ninguno tenía esas manos, ni esa boca breve, esos labios que nunca sonreían, salvo, a veces, cuando se perdía en sus pensamientos.