24 septiembre, 2009

Preguntas Frecuentes

En el tiempo que va desde que abrí el blog hasta aquí han pasado muchas cosas que han ido modificando la cotidianidad de mi vida y, aunque mucho me pese reconocerlo, y mucho he hecho para evitarlo, la llegada de la fama es uno de los hechos que más ha marcado mi devenir en los últimos meses. Es así que a diario, intersectándome rumbo al trabajo, reconociéndome en bares, o incluso, en reuniones familiares, la gente, mis admiradores, se acerca con diversos motivos. Algunas veces, muy de vez en cuando en realidad, es para felicitarme (ya que me saben esquivo de las vanidades). Otras, para sugerirme algún tema que les gustaría que toque en el blog. Pero sobre todo, la mayoría de las veces, mis lectores se acercan en busca de respuestas, apelando a mi sutil y sagaz intelecto.

Con el fin de ahorrarles tiempo, y también de poder llegar a todos aquellos que me leen desde los más recónditos rincones del planeta (y no tienen posibilidad de encontrarme en la calle, ya que al igual que Socrates soy reacio a viajar), he decido publicar un compendio con las respuestas a las preguntas más frecuentes con las cuales suelen interpelarme mis lectores.

¿Qué hora es?

Pregunta de aparente inocencia, pero si nos fijamos bien, en su casual y distraído enunciado se esconde el inabarcable misterio del tiempo -silenciosa marea oceánica que envuelve y arrastra nuestra existencia-.

Desde los más pueriles intentos de pensamiento, pasando por Heráclito, Platón, San Agustín, Kant, Leibniz y Newton, y llegando hasta Einstein y la relatividad, sin mencionar la cuántica, dar una respuesta acertada a esta pregunta no es tarea fácil, y siempre que uno lo intente habrá lugar para debates. Pero sin ir tan lejos, simples cuestiones como los distintos husos horarios ya de por sí dificultan la tarea. Por ejemplo: ¿Ante un admirador español, que por casualidad recorre las calles de Rosario, debo responder la hora en Rosario o la de España (y acá habría que ver si el tipo no es de las canarias, lo cual complicaría aun más la cosa). Es más, en el siglo XVIII los jesuitas utilizaban como referencia el meridiano de Salamanca, mientras que la armada española utilizaba el de Cádiz, recién en 1884 se logró unificar el meridiano en Greenwich, el cual sirve para definir los husos horarios actuales. ¿Ahora bien, si el que pregunta se tratase de un acólito de la Compañía de Jesús del siglo dieciocho, entonces, qué debería responder? Sí, ya sé que esto no es lo más habitual, pero uno debe tratar de cubrir todos los frentes. Sin dudas, estas consideraciones, y acaso también otras que aquí no mencionamos, atormentan a mis desesperados admiradores -esto es fácil de adivinar en su actitud impaciente y nerviosa- mientras esperan una respuesta. Así es que yo, ser de altas cualidades contemplativas, pero sin descuidar jamás el lado pragmático de las cuestiones, respondo: son las lahorahs

¿Cómo llego a Pellegrini y Dorrego?

Casi siempre se acercan tímidos: ¿Disculpe, puedo hacerle una pregunta? Claro, respondo, me debo a mi público. Entonces ahí, sin poder disimular la desesperación de sentirse perdidos, me tiran el bardo. Debo reconocer que está inquietud desenfrenada por la historia es de lo más común entre aquellos lectores que me encuentro vagando por las calles. Claro que no siempre es exactamente la misma pregunta: a veces es Pellegrini y Roca, otras Pellegrini y Mitre, aunque tampoco es raro que sea simplemente Pellegrini, o por que no Rosas. Pero aunque el prócer vaya variando de lector en lector, siempre queda como invariante ese apremió por acercarse, por conocer, la vida de aquellos que otrora fueron los protagonistas de la historia argentina, ante lo cual rápidamente intuyo su desesperación y su extravió.

Antes que nada debo advertirles que su búsqueda está condenada al fracaso. Ya de por si, tratar de llegar a las personas que conviven con nosotros día a día, que se han criado a nuestro lado, que ríen y sufren con las mismas cosas que nos hacen reír y llorar, no es tarea tarea fácil. Ahora, cuando a quién tratamos de alcanzar, de comprender, de vislumbrar tan siquiera, es un hombre de historia, un artífice de nuestro presente, un mojón en el camino por el cual nunca volveremos a pasar, la cosa se torna imposible. Es que acaso esos hombres, además de cultivar la codicia y detentar el poder, se atrevieron a soñar un futuro, un desenlace para esa historia de la formaron parte, y por tanto, es que sin lugar a dudas nos pensaron a nosotros, en tanto futuro, no ya como somos, sino como nos hubiesen deseado. Por ende, para poder llegar a ellos, forzosamente debemos llegar a también a nosotros, pero no nosotros tan cual somos, sino tal cual nos habrían pensado, para lo cual deberíamos olvidarnos de nosotros tal cual somos, pero si nos olvidamos de nosotros tal cual somos, entonces quién pensaría a aquel que nos estaba pensando. Siempre que uno emprende tales búsquedas, a menos que sea capaz de detectar esta paradoja, termina perdido y desesperado, vagando por las calles. Es por eso que cuando me encuentro con alguno de mis lectores en dicho estado, les recomiendo que doblen a la derecha un par de cuadras, que luego giren a izquierda otras tantas, y que si allí no encontraron lo que estaban buscando, vuelvan a preguntar.

¿Dónde queda el monumento?

¡Ajá! Qué pregunta ésta, señores y señoras. Tengan el agrado de apreciar la trampa y la sutileza que encierra este enunciado. ¿Dónde queda el monumento? El incauto, el distraído, no tardaría dos segundos en caer en el engaño; en asumir que se nos está interrogando acerca del monumento a la bandera -visita obligada para todos aquellos que vienen a conocer Rosario-. Pero no, señor. ¡Yo conozco a mis lectores! ¿Puede ser acaso un vano y caprichoso amontonamientos de piedras un monumento para ellos? De ninguna manera. La pregunta, así como fue enunciada, está destinada a calar en lo más profundo de nuestra alma ¿Dónde está el monumento? Y fíjense que que por decir monumento así, sin referirse a ninguno en particular, debemos asumir que se refiere al monumento a la quintaesencia de la cosa: el ser. Y eso, digo sin amedrentarme, es una pregunta digna para quien les habla.

Entonces es que asumo la tarea que se me ha encomendado, apoyo mi mano sobre el hombro de mi interlocutor, concentro todo el poder de mi mirada en lo más oscuro de sus almas y, con tono apodíctico y seguro, respondo abriendo las puertas metafísicas de su búsqueda con las siguientes palabras: ¿Dónde queda el monumento?

¿Te podés mover, pelotudo?

Con varios de mis fans, aunque a algunos nunca les haya visto la cara, debido al intercambio de comentarios en la web, nos une lo que se podría llamar amistad. La confianza que tenemos nos permite granjear ya las desgastantes formalidades de la etiqueta y dirigirnos el uno al otro de forma más descontracturada, haciendo uso de la chanza y la chabacanería.

Esta pregunta es un claro ejemplo de ello, ya que los argentinos de por sí, y aunque suene extraño, solemos tildarnos de “boludos”, “tarados”, “hijos de puta”, o, por qué no, “pelotudos”, sólo con el fin de expresar afecto. Así es como yo lo entiendo, y no me molesta en absoluto utilizar estos códigos, siempre y cuando sepa cabalmente que esto responde a la afición que los lectores sienten hacia mi persona.

Generalmente esta pregunta es más bien retorica, y no vale la pena una respuesta en sí para la misma, sino que más bien trato de devolver algo del cariño que recibo de mis fans, que usualmente suelen estar circulando en su automovil (por lo cual nos es vedado la palmada o el abrazo), y le grito desde la calle algo así como: Por qué no te vas a la reputa madre que te los re mil pario, conchudo del orto. De más está decir que, cuantos más insultos contenga la frase, mayor es el grado de apego que nos une.

¿Tenés cambio?

No, no tengo. Soy así, que se le va a hacer.

08 septiembre, 2009

El país de los viejos

Un día un abuelo salió a sacudirse el polvo. Aprovechando la polvareda, le cortaron el cuello. Para saciar la culpa se lo comieron. Estaba tan, pero tan rico, que ya es tradición: en el país de los viejos, cuando alguien se mueve demasiado, va a parar directo al asador.

Los Lobos

En el país de los lobos todos deben vestir piel de oveja. Un día un lobo salió a correr desnudo. Horror, gritaron las madres, al tiempo que le habrían el cuello con sus dientes de oveja. Los niños, finalmente horrorizados, rompieron en llanto y no había forma de consolarlos. Lloraban como perros afligidos. Entonces, para calmarlos, le cosieron trajes de lobo para que se disfracen y salgan a jugar al bosque. Pero usar un traje sobre otro es pesado e incomodo, y cada tanto, alguno vuelve a desnudarse (acaso pensando que es más o menos lo mismo). Inmediatamente se lo vuelve a ejecutar: la industria del disfraz no puede darse el lujo de perder semejante negocio.

01 septiembre, 2009

En el zaguán

La primera vez que le vi la cara a dios fue en un zaguán. Paso a narrar la historia.

Es uno de esos domingos en que la gente duerme la siesta y los árboles esparcen su sombra por las aceras. Las calles están desiertas. Las veredas son anchas y las baldosas brillan sutilmente allí donde el sol las hiere. Un perro yace en la sombra y cada tanto se oye el canto de un pájaro. Voy tranquilo, sin dirigirme a ninguna parte y dirigiéndome a todas. Al doblar la esquina, la calle se estremece en silencio. Todo se detiene. Quedan quietos los árboles, las hojas, los pájaros, las hormigas y el viento. No me detengo, continuo como si nada. La calle comienza a imitarme, y de a poco todo vuelve a la normalidad.

(Es ya la mitad de la cuadra) La casa es más bien vieja, antigua, color cemento amarronado. Una puerta alta y tallada en madera divide su fachada, a la cual, adornan dos amplias ventanas, cada una con un pequeñísimo balcón. Los dinteles están sutilmente adornados con flores de cemento en bajorrelieve; las persianas, también de madera, están cerradas. Hago girar el picaporte y, de forma menos ilógica que sorpresiva, compruebo que está sin llave. Al atravesar la misma quedo ante un vistoso zaguán. Un olor suave y persistente, con cierta reminiscencia a jazmín y muebles viejos, se esparce en el lugar. Las paredes son de mármol castaño, con vetas oscuras y rojizas que brillan tenuemente. A la izquierda, un espejo de medio cuerpo me devuelve mi efigie con un florero atravesado en el estomago. Una escalera, no más de tres escalones, divide la sala. Al final de ésta, casi un metro por delante de mí, pergeñando una mueca indescifrable, se encontraba dios.

Me asombró el hecho de que fuese tan pequeño. Mucho más pequeño que todo lo que hasta entonces, y calculo que hasta siempre, había conocido. Si embargo, más sorprendente aun, era que pudiese verlo perfectamente. Ningún detalle de su fisonomía, por más ínfimo e insignificante, se escapaba a mis ojos. Intentando comprender esto, me di cuenta de que en realidad era apenas un poco más pequeño que la puerta que daba al interior de la casa, pero, a su vez, también era un poco más chico que el florero. Miré de nuevo y comprendí que era más diminuto incluso que el ojo de la cerradura y, de igual modo, era apenas más minúsculo que la habitación en la cual nos encontrábamos. No era más alto que yo por apenas unos centímetros y, sin embargo, era el ápice de todo. Sus pies jamas tocaban el suelo.

Me pregunté si acaso esperaba que yo dijese algo. Me ponía nervioso su quietud. Al contrario de las cosas del aire, que siempre oscilan sujetas al viento o la brisa, dios parecía no estar asido más que a sí mismo. Estaba ahí, incólume e impávido, imperturbable, acaso la habitación, el mundo entero, se apoyase en él para desafiar al vacío.

Busqué sus ojos tratando captar su atención. Eran oscuros. Oscurísimos. Más negros que la noche, que la sangre, que el olvido. La nada despojada de sí misma. La vacuidad absoluta, lóbregos al punto que parecían emitir oscuridad. Un vacío que no miraba ni dejaba verse. Al torcer la mirada se me reveló el mármol de la pared con el mismo brillo del sol. Quizás eso era una respuesta.

Volví a mirar, pero esta vez no me atreví a sus ojos. Una multitud de preguntas asomaron en mi mente. Traté de pensar en nada pero no dio resultado. Pensé en una hoja, una rama, otras ramas, un tronco, mil raíces. Un terror sombrío e inefable pasó a través de mi cuerpo. Recordé a los demonios que solían atormentar a Sócrates cuando estaba a punto de cometer un error. Decidí permanecer en silencio.

No sé si fue suerte o qué, pero estaba seguro de que hacía lo correcto. Dí media vuelta y comencé a desandar mis pasos. Una duda me atacó a último momento. ¿Sería capaz de volver a encontrar ese zaguán, tan siquiera esa calle? Lo más seguro es que no. Me detuve antes de girar el picaporte y miré hacía atrás. Él seguía ahí, suave y distante, amenazando con disolverse en el aire. Decidí hacerle una pregunta, quizá una de las preguntas más vanas de nuestra existencia o, mejor dicho, de nuestra vida, pero sin dudas la pregunta justa, acaso la única, que debería responder dios.

¿Por qué es que hay algo en vez de nada?- le solté sin miramientos.

Una breve sonrisa se dibujó en su rostro y, no antes de que la situación se tornase insostenible, y todo se tiñese de misterio, respondió: “Sabés una cosa, yo a veces me pregunto lo mismo”.