Les
voy a cantar la posta, la verdadera historia de como Perseo venció a
Medusa.
Los
detalles clásicos son moneda corriente, así que abreviaremos
situando al joven héroe en la entrada del escondite, el antiguo
templo de Atenea, donde la joven sacerdotisa fue presa de la lujuria
del mar y pervertida en demonio.
(mira
sus cuerpos de mármol asustado, sus rostros cegados en la eternidad,
la rabia quieta, sus pechos inertes, inermes, inescrutables de
glorias apagadas en una furia primitiva, horadados por vetas de
cruento rubí)
Una
serpiente puede percibir a un mamífero, por el calor que desprende,
incluso a metros de distancia; con sólo extender su lengua adivinará
nuestros rastros a través del tiempo. Y Medusa era mucho más que
una serpiente. ¿De qué podría servirle entonces el dichoso casco
que lo haría invisible? Bien en el culo se lo podía meter; no era a
esos ojos a los que había que engañar.
(mil
pedazos de luna, afiladas, frías y olvidadas, las armas descansan
soñando muerte, un trozo de carne en que saciar su sed)
Y
la espada... ¿de qué les sirvió a los que precedieron a Perseo? De
nada. Ahí estaban aun, esperando, desparramadas por el piso o
quietas en sus rígidos brazos.
Y,
puesto que Perseo fue capaz de robar el único ojo a las tres
hermanas, cabe suponer que no era ningún boludo. Se necesita astucia
para enfrentar a unas señoras que nacieron ancianas y tejían
intrigas antes de que se elevara el Olimpo. Estoy hablando de una
astucia arrabalera; un tanto divina.
[Pasos:
tierra, cielo, tierra, cielo, tierra y cielo. Aquí es siempre
tierra, tierra y más tierra. El vientre contra el suelo, frío como
la carne de los muertos, como espejos cargados de espanto.
Ojalá
que este sea bueno, ojalá dure algo antes de morir.]
Sabía
de un único escudo para el horror, pero tampoco había que llegar al
extremo de Edipo. Con cerrar los ojos bastaba. Cerrar los ojos y
confiar. Creer o reventar. Era la manera más fácil, más simple de
entregarse. La forma de ganar su confianza.
(me
desnudo de todo menos de mi, visto conmigo y mi carne y mi sangre y
mi semen y los cientos de demonios que vagan por mi piel, que se
retuercen invisibles y me abrazan. camino como una virgen al
sacrificio, que acepta ser devorada por la divinidad, ser parte de
ella)
[Sus
músculos se tensan y aflojan, y vuelven a tensarse y distenderse, y
a cada paso lo creo tropezar, pero es ágil como un gato, un pie tras
el otro, el pene meciéndose entre sus piernas, avanza a oscuras, y
se acerca mientras las sombras le queman la piel.]
Y
hay que tener huevos. Y también estómago, pero sobre todo huevos.
Era un tipo pintón, de eso no hay dudas. Un efebo en aquel entonces.
Y te imaginás que Medusa no sabía para donde disparar, qué carajo
hacer. ¿Era un mensajero, una ofrenda, un loco? Posiblemente, un
poco de todo. Ella lo seguía atenta. Una duda, la más mínima
alteración en su respiración, una sola feromona equivoca en el
ambiente, y se iría directo al Hades, por decirlo de una forma
correcta. Había que estar loco; pero la locura del hombre no es más
que la cordura del cielo, y Perseo casi que era un dios.
[Le
digo que se detenga. Su cara hace una mueca extraña. Me acerco y
lentamente voy recordando. No es una mueca. Es una sonrisa. Cuando me
doy cuenta una llama... no, un escalofrío, me recorre el cuerpo. Se
queda quieto. Una hora quieto y en silencio. Quizás más. Lo observo
respirar. Me acerco sigilosa y, con la punta de una flecha, trazo una
breve marca en su pecho. Recoge la sangre en su mano y la lleva a su
boca. Entonces dice: “Ahora me toca a mi”. Y camina ciego hacía
cualquier parte, sabiendo que ahí me va a encontrar, y me
encuentra.]
])
un brazo, un puente, unos pechos redondos y blancos (aunque solo
pueda imaginar su blancura), finos como arena, que también son la
tierra donde depositar mi cuerpo de naufrago, donde beber, recuperar
las fuerzas, y más arriba su hombro. clavo mis dientes, grita, se
abraza, se enrosca como si quisiera devorarme, y le digo que que ya
estamos a mano. Una serpiente le muerde la frente. Son para asustar,
apenas duelen. Él entierra sus dedos en mis cabellos, su aliento en
mi boca. Al primer halago lo habría matado, pero calla. Y ahora ya
no importa, puede decir lo que sea, pero sigue en silencio, apena si
abre la boca y me muerde la lengua con sus colmillos, diez cuchillos
rasgan mi espalda dulcemente. puedo hacerle sentir toda mi fuerza,
pero dejo que su cuerpo húmedo resbale, la tomo de nuevo de sus
cabellos, sus serpientes, que la llevan de mi boca a la cintura,
donde siento su respiración agitarse, un áspid erguido y reflejado
cien veces, cuando hacía tanto que no veía uno así, en todo su
esplendor, y eso y empezar a frotarla por su cuerpo, y envolverla en
la bífida punta de su lengua y sentir como un mar sus sabores,
similares a los que él encuentra cada vez que su cola se enreda en
sus labios, en su lengua, que perdida entre escamas la penetra, y
desearía poder mirarle los ojos, quizás verdes como los míos, pero
me contento con besarle los párpados, recorrer su rostro con mis
lenguas y dejar que se hunda en mis pechos, y ahí, si quiere, que
abra los ojos, que mire todo lo que quiera, y y que diga son las
mejores tetas que he probado, su culo retorciéndose entre mis manos,
firme y esquivo, y si no se la pongo creo que muero, pero ya sola va
entrando, casi no hace falta acomodarla, es raro, más frío,
caliente, y cada vez que entra es como si la sangre hirviera,
desapareciera todo; y ella mientras tanto lo acaricia, lo recorre con
su cola, por su espalda, por sus piernas, va acomodando la punta
entre sus nalgas, y él se deja, y así siguen hasta quedar sin
fuerzas, uno tendido junto al otro, en cucharita, él abrazándola
por detrás ([
Entonces,
ella lo acepta casi resignada, él comienza a asfixiarla haciendo una
llave alrededor de su cuello. Se retuerce, su cola golpea contra el
piso, trata de gritar; él tensa cada vez más sus brazos, deseando
que termine rápido. Hasta que en un momento, nunca sabremos que fue
primero, ella se queda sin aire, su cuello se quiebra. Lo que pasó
luego, es historia conocida.