Esa tarde me tocaba leer
a mí. Eran unas veinte personas escuchando sentadas, expectantes,
inútiles; al fin y al cabo no eran ella.
Comencé a leer. La
historia empezaba en el jardín de infantes. Unos ojos verdes, ese
verde que luego se va perdiendo con el tiempo, ese verde que la vida
va apagando y es imposible encontrar en un adulto. Ella tenía ojos
así de verdes, pelo oscuro, unas manitos que se perdían en los
pliegues de su guardapolvo azul, como todos los otros guardapolvos
azules, aunque ninguno tenía esas manos, ni esa boca breve, esos
labios que nunca sonreían, salvo, a veces, cuando se perdía en sus
pensamientos.