En una casa antigua de la calle de las acacias, llegando al río, hay una cama.
Dura como el roble que albergó su sueño antes de ser, en ella durmió un rey que escondía puñales en la almohada; mil putas que al abrir las piernas, cansadas, cerraban los ojos. El niño que durmió a su abrigo despertó hombre. Otros, jamás despertaron. Tejidas con cabellos de sirena, sus sábanas enredan la noche de los marinos y los días de los banqueros.
Muda de nombres grita perversión contra el suelo, una y otra vez, fija en el espacio sin tiempo.
Sus dueños la ignoran a conciencia; sus sirvientes la esquivan torpes, con resignación, con miedo.
La cama guarda un mensaje, cifrado en un sueño que comparte cada noche.
Nadie jamás contó el sueño, pero nunca vuelven a ser los mismos. Entre ellos se reconocen y rara vez se parecen unos a otros. Siempre vuelven.
Quién logre interpretar el mensaje podrá liberar a los demás de la cama, dicen, pero jamás del sueño.