Era
una casa antigua. Un tapial no muy alto, terminado en unas rejas,
cubría el frente. Luego venía el patio, que se extendía por el
flanco izquierdo de la casa que, al igual que la vieja que vivía en
ésta, estaba muy venida abajo. La arquitectura era de estilo
chorizo. En el techo, alguien, alguna vez, había tratado de
construir algo; sólo quedaban escombros.
A
ambos lados de la casa había edificios, y en uno de ellos vivía yo,
pero seguiré narrando la historia en tercera persona, porque es más
fácil contar esto como si le hubiera pasado a otro.
El
edificio de la derecha también era viejo, y en el segundo piso,
donde vivía este chico, el pasillo –porque había cuatro o cinco
departamentos por piso– terminaba en una pequeña
terraza/tendedero desde donde se veía como la vieja, todas la
tardes, alimentaba a los gatos del barrio.
Poco
se sabía de ella a ciencia cierta. No salía nunca, era mal llevada
y su único contacto con el exterior, aparte de los gatos, era otra
vieja (casi tan achacada como la primera) que una vez por semana le
hacía los mandados.
Todos
odiábamos -perdón-, odiaban a la vieja. Cuando se les iba la pelota
al patio de su casa, que por los yuyos crecidos parecía un baldío,
la vieja nunca la devolvía. Es más, se apuraba con un cuchillo en la
mano, como si estuviera esperando el momento desde siempre, y la reventaba de un
golpe seco. Los chicos subían a verla
desde la terraza del edificio conteniendo las ganas de cagarla a
cascotazos.
Finalmente,
un día la vieja murió, o eso decían. El rumor comenzó cuando,
luego de que llegará la vieja de los mandados, al rato apareció una
ambulancia. Nadie vio el cadáver y la otra vieja se fue sin decir
nada. Recién a la semana, al ver que la vieja de los mandados no
volvía, empezaron a decir que había muerto. La casa siguió igual.
Siempre había parecido abandonada; sólo los vecinos sabíamos que
ahí, entre toda esa mugre, vivía alguien.
Los
gatos, desorientados, siguieron llegando por las tardes y se quedaban
ahí hasta entrada la noche. Noches cálidas y de luna llena en aquel
entonces. Noches en que este chico y su hermano se quedaban jugando
en ese patio/terraza al final del pasillo, desde donde se veía a ese
otro patio/baldío lleno de gatos esperando a la vieja. Hasta que una
noche, sin querer la vio. La vieja, mucho más demacrada, dando de
comer a los gatos. Y la vieja también lo vio, o más bien le echó
una mirada, una mirada rabiosa que le heló la sangre. Luego, ambos
corrieron como animales a esconderse.
Esa
noche soñó con la vieja y nunca más se animó a ir solo, de noche,
a jugar a la terraza. Le decía siempre a su hermano que lo
acompañase para cuidarle la espalda. Porque la vieja, ahora
que él la había descubierto, podía estar ahí, quién sabe cómo,
con el cuchillo de pinchar pelotas, esperándolo. Su hermano, en esa
rebeldía propia de los hermanos menores, no le creía que la había
visto, y jugaba despreocupado. Él, asomando apenas la
cabeza, se quedaba espiando la casa de al lado.
Una
tarde jugaban a la pelota en la vereda. Él había subido a tomar
agua y, cuando regresó, todos estaban mirando a la casa de la vieja.
–
¿Y mi hermano? –preguntó. Sus padres habían salido
y lo habían dejado a cargo.
–
Se fue la pelota –dijeron–, se saltó a buscarla.
Calculó
el tiempo que había tardado en ir a buscar agua, y luego de contar a
los otros, adivinó que había ido sólo. Más temerosos de los retos
de sus padres que otro cosa –días atrás a uno de sus amigos lo
agarraron queriendo entrar en la casa; desde entonces sus padres no
lo dejaban salir afuera–, nadie se animaba a acompañarlo a buscar
a su hermano.
Trepó
al tapial tomándose de las rejas. Aun había algo de luz –pensó–,
todavía era seguro. Desde arriba del muro no vio nada, sólo yuyos y
escombros. Gritó una o dos veces sin obtener respuesta. Se le cruzó
por la cabeza que quizás todo fuera una broma de su hermano y los
amigos. Bajó. Apoyada contra una pared había una escoba que seguro
nadie usaba desde hacía mucho. De una patada separó el mango de la
base y empuñando el palo se dirigió a la casa. Estaba por gritar
otra vez, pero pensó que lo mejor era ir de incógnito, sin hacer
ruido.
La
primer puerta que daba al patio estaba cerrada. Llegó hasta la
segunda puerta, apenas entornada. Al entrar, el paso de la luz a lo
oscuro lo cegó. Había mucho polvo, casi tierra en el piso. Uno o
dos muebles rústicos, la madera ajada. En la pared, sin marco ni
nada, colgaba una foto tan vieja que apenas dejaba distinguir algo
horrible, una cara o un gesto. Dos puertas, una a la habitación de
adelante –cerrada–, y otra al fondo. Se dirigió hacía la de
atrás, despacio y apretando el palo en su mano. Vio una mesa y un
horno, la habitación estaba un poco más limpia. Era la cocina, se dijo, reconocer algo
familiar era empezar a comprender la casa. Eso era bueno. Desde
atrás de la puerta, una mano blanda y fría lo tomó del brazo. Gritó
con toda su fuerza, se echo hacía un costado desprendiéndose de la
mano y comenzó a golpear algo que, si bien el miedo aun no lo
dejaba ver, sabía que era la vieja, que también comenzó a gritar
mientras se cubría los golpes con sus brazos, palazo tras palazo
chillaba y se encogía tratando de cubrirse, gritando de forma
asquerosa hasta que él apuntó el palo a su boca para callarla, y la
vieja cayó al suelo.
Entonces
oyó la voz de su hermano que lo llamaba desde el fondo, apenas un
hilo de voz quebrando en llanto:
– Nicolás...
Nicolás...
Había una
puerta más, una que daba a una habitación oscura, al fondo. Entró
en busca de su hermano, dio unos pasos y tropezó. Quedó unos
segundos tumbado sobre el polvo y, al levantarse, ya no vio nada.
Alguien había cerrado la puerta. Comenzó a llamar a su hermano sin
respuesta, a dar palazos en la oscuridad. Por más que pasaba el
tiempo, sus ojos no se acostumbraban, seguía sin ver nada. Luego
comenzó a llorar y golpear con las manos el lugar donde acaso creía
que estaba la puerta. Y así hasta que ya no tuvo más fuerzas para
sostener la situación, se encogió en el piso y cerró los ojos.
En la escena
siguiente, un hombre, un bombero o un policía, lo sacaba en brazos.
Ya era de noche, sus padres lo abrazaban entre llantos y el pensaba
que todo había pasado. Entonces buscaba a su hermano y no lo veía
por ninguna parte. Sus padres lo miraban sin entender.
– ¿Qué
hermano? –le preguntaban.
Y él quería
volver pero no lo dejaban. Lo llevaban al departamento donde tampoco
estaba, y lo miraban y se notaba que trataban de disimular algo.
Entonces él se prometía que un día, cuando se le pasará el miedo,
cuando lo dejaran salir a calle, volvería a la casa de al lado a
buscarlo, o a matar definitivamente a la vieja.
8 comentarios:
Buen relato, Nicolàs.
el final, expectante, abierto.
Muy bueno.
Un abrazo.
Intenso :)
Ahora no sea vago. Vaya y corrija la ortografía y los errorcitos de tipeo.
Firmado.
La maestra ciruela
Gracias, Gaucho. El relato está armado a partir de una pesadilla que solía tener de chico. El final en el sueño era distinto.
Era la idea, MariaCe, que asuste aunque sea un poquito. Espero haberlo conseguido.
Recién le pegué una repasada al texto,corregí:
*nuca por nunca
*un "hacía" de más (cambié la frase directamente)
*calculo por calculó
y cambie un poco la puntuación de algunas oraciones.
Gracias por comentar y avisar de los errores, es muy común que se me pasen y viene muy bien que me los señalen, así que si ve algo más no deje de decirlo.
a la pelotita!!! q miedito!!
muy atrapante!
Gracias, Licha! Espero que el susto sea leve, no vaya a ser cosa que le de miedo volver.
estoy un poco vaga para leer y sobre todo desde la compu, lo confieso. por suerte no abandono del todo porque sino me perdería de leer cuantos como este. está buenísimo Nico. siempre me sorprendés con algo nuevo pero un estilo muy perfilado.
nos vemos pronto.
Hola, Na! Te entiendo perfectamente, la verdad que es un garrón tener que leer de la compu. Me alegro que el cuento te haya gustado. Yo estoy pensando que tendría que agilizar un poco el principio, pero del dicho al hecho seguro pasa un trecho. Y sí, seguramente nos veremos pronto! Gracias por el comentario!
Publicar un comentario