Una
noche de verano a Andrea se le ocurrió un juego. Arrancábamos todos
las flores que había en las macetas del balcón y, cuando pasaba una
pareja por debajo –no cualquiera, una que nos gustase–, dejábamos
caer los pétalos al grito de: “¡Viva los novios!”.
Ella
vivía enfrente, también en un segundo piso. Aun no habíamos
empezado la escuela primaria. El juego no duró mucho. Apenas una o
dos veces en mi balcón y alguna otra en el suyo. Cuando mi madre
descubrió la causa del mal estado de sus plantas, nunca más
volvimos a jugar.