23 agosto, 2011

Sanjuanino

Se enteró, preguntó el Sanjuanino, ya le pusieron nombre. Durand lo miró con odio y luego volvió al trabajo. Valentina, creo que le pusieron. Durand cerró el puño sobre la hoja en que estaba trabajando. Sí, ya sé que es feo, se parece más a una Marta, una Elsa a lo sumo. Durand se paró de golpe, arrastrando la silla. Bueno, bueno, no lo molesto más, Doctor, dijo el Sanjuanino viendo que había logrado su objetivo. Es por una canción, sabe. Siga trabajando, que yo me voy a hacer unos mates.
Al Sanjuanino le gustaba molestar, especialmente al ingeniero Durand, nomás por saberlo cascarrabias. Salvo por un sereno que se quedaba en el piso de abajo, no solía haber mucha más gente por las noches. Antes de que trajeran la máquina, la primer computadora del país, ni siquiera el Sanjuanino se quedaba después de las doce.

Durand se quedó pensando. Al rato tarareaba my funny valentine, preguntándose por qué le habrían puesto ese nombre. Además, masculló con bronca, ya tenía nombre: era una Frederick Mercury de IBM. Trató de volver al trabajo, pero no hizo más que quedarse esperando al Sanjuanino para gritarle por haberle hecho perder la concentración. Esa noche el Sanjuanino no volvió.
Es una máquina cantora, sabe, por eso le pusieron Clementina, le dijo al otro día el Sanjuanino, ahora le van a enseñar a cantar tangos, dicen. Durand quiso echarle la bronca de la noche anterior, pero por más que buscó, ya se le había pasado. No hay que ahorrar en bronca, se dijo, mejor gastarla en el momento. Se vé que como es yanqui, agrego Sanjuan, sólo se sabe chacareras del farwest, habrá que ver si aprende. La computadora no aprende, corrigió Durand. Ah, eso habrá que ver, lo cortó el Sanjuanino, yo me voy a hacer unos mates.
El Sanjuanino había sido estudiante (nadie recordaba bien de qué carrera) en la universidad. Dicen que le gustaba mucho el chupe (acaso el pasado verbal en esta frase sea insuficiente), y fue esa vocación la que prevaleció. Nunca supo abandonar la casa de estudios, así que un día sus profesores se lo encontraron como conserje dando vueltas por los pasillos. Sabía un poco de todo; podía arreglar desde el motor de un auto hasta una radio a transistores; no era muy trabajador, pero solucionaba esos problemas que ningún otro ordenanza podía arreglar.
Un par de horas después volvió al centro de calculo con los ojos brillosos y una mueca alegre asomando en el rostro. Se paró en el medio de la habitación, eclipsado, viendo a la máquina trabajar, o mejor dicho imaginándola. Lo que veía no era más que una coraza muda, enorme, latente. Al cabo de unos minutos Durand comenzó a mirarlo intrigado. Cuando Sanjuan se percató, como si no hubiese más que un único pensamiento en sendas mentes, le hizo la siguiente pregunta: ¿Dígame la verdad, Doctor, a usted también le gustaría, no? Qué cosa, se apresuró a contestar el ingeniero. Desarmarla, qué otra cosa va a ser, dijo el Sanjuanino, no le gustaría saber cómo funciona.
Durand entonces se sintió feliz, porque toda la bronca de la noche pasada, que había creído perdida, brotaba ante él manifestándose en un montón de frases cortas, chillonas y exasperantes, que no tendrían demasiado sentido si uno quisiera transcribirlas, pero que expresaban básicamente que la idea del Sanjuanino le parecía una gansada, que el Sanjuanino mismo le parecía un ganso, y que mejor se pusiera a leer si quería saber como mierda es que la máquina funciona, aunque, a su entender, ese no era asunto suyo, mejor sería verlo hacer algo útil. También aprovechó la bravata para aclararle que él no era doctor, sino ingeniero.
No era la primera vez que el Sanjuanino experimentaba el mal humor de Durand. Generalmente le causaba gracia, pero esta vez, sinceramente había creído que el ingeniero lo iba a comprender, y sintió la ofensa. Al contrario de Durand, no era una persona violenta. Siga trabajando, Ingeniero, fue lo único que atinó a decir, haciendo sonar la última palabra como si se tratara de un insulto. Luego salió de la habitación.
Al otro día Durand, como de costumbre, se sentía culpable. Antes de subir buscó al Sanjuanino y le entregó un libro sobre válvulas de vació y otro sobre el Álgebra de Boole. El segundo estaba en inglés.
Un par de días después el Sanjuanino apareció en el centro de cálculo para devolver los libros. Sabe una cosa, le dijo a Durand, estuve pensando. Tendrían que haberle puesto Eva. Después de todo, es la primera computadora que llega al país. Durand miró intrigado los libros que el Sanjuanino había dejado sobre su mesa. Lástima que no nos haya alcanzado para traer también a Adán, continuó el Sanjuanino. En efecto, corroboró Durand, eran los mismos libros que él le había dado, no había ninguna biblia entre los mismo. Si tuviéramos un Adán y una Eva, entonces podríamos hacerlos tener otras computadoras, dijo finalmente. Y para que quiere más máquinas, preguntó Durand. Es que son tan caras, repuso Sanjuan, que nos vendría bien poder tener las nuestras. Pero usted es boludo, dijo Durand perdiendo la paciencia, se cree que si junta dos máquinas van a dar hijos. La verdad que no, respondió serio Sanjuan, pero ya que no podemos ver como funcionan, tampoco podemos hacerlas nosotros, así que mejor creer en cualquier cosa. Durand miró nuevamente los libros, pero antes de que llegara a abrir la boca el Sanjuanino le dijo: y no me venga de nuevo con eso de que con los libros alcanza, si fuera tan fácil no la habrían pagado tan cara.
Digamos que en el periodo que siguió hicieron las paces. Cada tanto conversaban un poco. Un día el Sanjuanino le preguntó que estaba haciendo. Estoy creando un lenguaje, respondió Durand. ¿Un lenguaje? Sí, para la máquina. ¿Qué, no me diga que le va a enseñar a hablar? No, es otro tipo de lenguaje. Cómo explicarle... son lenguajes imperativos... lenguajes para que las máquinas obedezcan. ¿Por qué, no hacen caso? Sí, hacen, pero a veces a nosotros nos cuesta explicar que es lo que queremos que hagan, y terminan haciendo otra cosa. Este lenguaje que estoy haciendo es para que entienda más claro las cosas que yo quiero que haga. El Sanjuanino no preguntó más. Creía que si preguntaba demasiado a una sola persona lo tomarían por tonto. Con el tiempo, preguntando un poco aquí y allá, siempre terminaba por enterarse de todo.
A la semana volvió. Sabe, le dijo a Durand, estuve pensando en eso de los lenguajes. Se me ocurrió una cosa. Los hombres creamos a las máquinas, así que para ellas somos como dioses. Por eso, y porque además queremos que nos obedezcan. Suponga entonces que un día las máquinas se empiezan a juntar, para ser más inteligentes, porque quieren ser como los hombres, que sería como ser dioses para ellas. Entonces ahí aparecen ustedes, y empiezan a crear nuevos lenguajes para que las máquinas dejen de entenderse, como pasó en la torre de Babel.
Durand se quedó un rato pensando, al final sonrió y aceptó, es interesante. Sabe una cosa, agregó luego, los gnósticos pensaban que había un dios perfecto. Ese dios creaba a otro dios, pero menos perfecto, y ese creaba a otro y así, hasta que el peor de todos nos creaba a nosotros, por eso, decían, hay tantos errores en el mundo. Imagine ahora, nosotros creando las máquinas, lo mal que nos van a salir, concluyó Durand y comenzó a reírse solo. Era la primera vez que el Sanjuanino lo veía reír.
A los científicos, también a los artistas, prácticamente a todo el mundo, les pasa alguna vez que comienzan a dudar de lo que hacen, de si realmente vale le pena. Quizás sólo sea que la emoción pasó, que se perdió de la novedad, que las mejores ideas ya se gastaron. Hay miles de motivos, pero, ya sea por uno o por otro, Durand al terminar su lenguaje entró en unos de estos periodos.
Ahora el trato con el Sanjuanino se le hacía cada vez más molesto, sus preguntas le resultaban insidiosas. La relación volvió a agrietarse. Además, Durand había dejado de ir por las noches, y ya no trabajaba tanto.
Una tarde, al entrar centro de cálculo, encontró al Sanjuanino metiéndole mano a la computadora. Una de las cubiertas había sido removida y varias herramientas andaban dando vuelta por el piso. Durand sintió terror, la está desarmando, dijo y se abalanzó contra el Sanjuanino, tratando de apartarlo. Finalmente alguien se acercó y le explicó que se había quemado una válvula; el Sanjuanino la estaba cambiando.
Durand, ofendido, se dirigió al departamento, incluso al rectorado, para dar cuenta de la situación que había presenciado y exigir que sólo técnicos debidamente calificados se encargasen del mantenimiento de la máquina. Si bien muchos entendieron que el reclamo era un tanto exagerado, nadie quiso asumir la responsabilidad en caso de que algo saliera mal, y el Sanjuanino nunca volvió a poner las manos sobre Clementina.
Tampoco volvió a hablar más con Durand. Varios años después, cuando comenzaron a desmantelar la máquina, ambos se encontraron viéndola partir al deposito, junto con la chatarra.
Usted siempre quiso desarmarla, le dijo Durand, ahora podrá darse el lujo. Mire Doctor, se acerco el Sanjuanino y lo tomó por el hombro, usted puede que sepa un montón de cosas, pero yo le voy a explicar algo. Imagine que a usted le gusta una pendeja, que se la quiere coger, vio. Pero pasa el tiempo, se van poniendo viejos, y usted no hace nada. Deja pasar el secundario, deja pasar la universidad, deja pasar el trabajo. Un día, los dos ya jubilados, descubre que se la puede coger. Usted lo debe saber mejor que yo a esto: la cosa no va andar. Y si anda, tampoco será los mismo. Es más, a esto es a lo que quería llegar: puede estar seguro que nada nuevo saldrá de ahí, ya es tarde para que esa relación de algún fruto. Los polvos hay que echárselos de joven, Doctor, ciertas cosas no pueden dejarse para viejo. Y Clementina, nuestra querida Clementina, ya está muy vieja para que valga la pena andar metiéndole mano.

4 comentarios:

pa dijo...

muy bueno felicitaciones

Nicolás Aimetti dijo...

Gracias, Pa!

Sergio dijo...

No hay mucha intriga y tampoco es un cuento que llame mucho desde el estilo.
Está original la idea, por ahí habría que aprovecharla de otra manera.
(Si me acepta la crítica).

Saludos!

Nicolás Aimetti dijo...

Claro que se acepta la crítica. Tendría que volver a leerlo, a ver que tal quedó al final. Creo que desde que lo terminé que no lo volví a leer. Pero como que sí, creo que mucho no lllama la atención el cuento.
Un abrazo, Sergio.