13 septiembre, 2011

Cetribæ

Esa tarde me tocaba leer a mí. Eran unas veinte personas escuchando sentadas, expectantes, inútiles; al fin y al cabo no eran ella.

Comencé a leer. La historia empezaba en el jardín de infantes. Unos ojos verdes, ese verde que luego se va perdiendo con el tiempo, ese verde que la vida va apagando y es imposible encontrar en un adulto. Ella tenía ojos así de verdes, pelo oscuro, unas manitos que se perdían en los pliegues de su guardapolvo azul, como todos los otros guardapolvos azules, aunque ninguno tenía esas manos, ni esa boca breve, esos labios que nunca sonreían, salvo, a veces, cuando se perdía en sus pensamientos.

Diez líneas arriba me dije que no iba a describirla, que era inútil, que las palabras nunca alcanzarían; pero sus imágenes vuelven todo el tiempo y, ni bien me distraigo, como una enredadera, van poblando todo lo que encuentran a su paso.

Eran nueve escuchando. Mujeres. Diez total en el grupo, pero a Laura no la habían dejado salir: no estaba tomando lo que le daban.
Yo me decía que la boca de Miriam, no toda, sino un gesto cuando se enojaba –yo siempre le hacía comentarios enojosos– se parecía a la de ella. Paula tenía el mismo pelo; Eugenia usaba un perfume, o una colonia, que me recordaba su olor; Cintia algo de su risa; Julia las mismas tetas, no en tamaño, sino en cómo se le marcaban los pezones a través de la ropa, igual que en esa foto con sus amigas, vestidas para salir de noche. Esa era mi manera de soportar, de hacer más interesante a la gente. Ver en qué se le parecían. Buscar algo de ella en sus gestos, su carne, sus aromas.
Igual, las partes nunca hacen el todo, y yo quería todo, y todo era solamente ella.

Una tarde nos escapamos a un depósito donde estaba la caldera. Íbamos a robar tizas. A veces la maestra nos mandaba a buscar, estaba lleno de cajas, tizas de todos colores. Nos las escondíamos entre la ropa para que no se den cuenta, y en eso le vi la bombacha. Ella me dijo que no valía, que ahora yo le tenía que mostrar mi calzoncillo. Así que se lo mostré. Entonces me dijo que si yo le mostraba abajo, ella después me mostraría a mí. No fue algo rápido. Nos quedamos en silencio, enfrentando la vergüenza, tomando y volviendo a soltar la ropa, dilatando el asunto, hasta que respiré hondo y le mostré. Ella detuvo su mirada por un segundo y luego miró hacía otra parte. Entonces se dio vuelta, se bajó un poco la bombacha y me mostró la rayita del culo, rápido, apenas si pude ver algo. Luego soltó una risa nerviosa y corrió al patio donde se mezcló con las demás chicas. Ese no había sido el trato. Al otro día faltó o, mejor dicho, me empezó a faltar. La señorita dijo que su familia se mudaba a Buenos Aires.

Usted no entiende, Doctor, yo no puedo matarme. Sería suicido, iría directo al segundo anillo del séptimo circulo. La perdería para siempre. Como bien dije, poco y nada de este mundo me interesa, pero eso no significa que haya dejado de buscarla.

Estoy acá, les había dicho antes de empezar a leer, porque quiero salir. No porque quiera hablar de ella ni nada. Pero si me piden que hable, hablo de ella, porque de otra cosa no puedo.
Cuando conté lo de la bombacha recordé el odio. El odio porque otra vez la estaba compartiendo, porque a algunos les dio gracia y otros sintieron pena. Porque varios habrán pensado mal, y mirado con ojos libidinosos, deseando su limpio, frágil, suave y tibio cuerpo. Pero yo seguí leyendo: entonces todos en el jardín le andaban atrás y, ahora que ya no estaba, no hacían más que hablar de ella. Yo era el único que no hablaba. Cada palabra que decían la insultaba. No la amaban. Les gustaba porque era la más linda, la querían por eso. Tan sólo la deseaban.

Realmente piensa que a mí me interesan las drogas. No, Doctor, usted sigue sin entender nada. ¿Leyó la Divina Comedia? ¿Cuántas veces se lo tengo que explicar?

Como todos la querían, sabía que no iba a ser fácil que se fijara en mí. Desde esa edad, los cinco años, tracé el plan que cumpliría a rajatabla durante el resto de mi vida, hasta volver a encontrarla.
Ya de joven procuré ser el mejor en todo, destacar por sobre todos: ser el hombre qué toda mujer desearía. Debía estar listo para cuando volviéramos a encontrarnos.
No fue fácil todo ese tiempo sin saber nada de ella. A veces desesperaba por no tener siquiera una dirección de correo a donde escribirle. Una vez llamé a la operadora y pregunté por su apellido –bastante común por desgracia–, y probé unos cuantos números tratando de localizarla. Quizás sabiendo el nombre del padre hubiese sido más fácil, podría haberla encontrado, pero llamar a Buenos Aires era caro y finalmente desistí.
Lo cierto es que la conocía y, si bien no sabía nada de ella, podía imaginarla. Ella también estaría pensando en mí. Nuestro encuentro en el depósito no había sido fortuito, de eso estaba seguro: sabiendo que se marchaba al otro día, había querido asegurarse de que no la olvidara.

Un solo error cometí en mi vida, Doctor. Todo lo demás lo hice adrede. ¿Quiere que le diga cuál fue mi error? Mi error fue esperar demasiado. Tendría que haberla buscado antes, Doctor, pero pensé que aún no estaba listo. No quería presentarme hasta no estar completamente preparado. Si tardé, fue porque quería lo mejor para ella. Pero se ve que no aguantó tanto, Doctor, seis meses antes de que retomase mi búsqueda, ella había muerto.
Así y todo, éste, creo yo, no es un error irremediable. No es la primera vez que pasa algo así y, le aseguro, no será la última. Sospecho, incluso, que al cambiar nuestro terrenal devenir, por un amor intemporal, salimos ganando.

Como les decía, no he sido el primero en ver morir a su amada. Tampoco seré el primero que va en su busca. La lista es vasta; quizás infinita. ¿Habrá sido Orfeo el primero en bajar al Hades buscando a su amada? Acaso por esa época no fueron miles de Aqueos a ese otro infierno, la guerra de Troya, en busca de Helena, a la que luego buscaría también, ya muerta, el Doctor Fausto. Sin embargo, yo siempre me he identificado con Dante. Dante, que al igual que yo se enamoró de Beatriz en su tierna infancia, que al igual que yo la vio morir demasiado joven, que al igual que yo, no contento con su destino, atravesó el Infierno y el Purgatorio para reencontrarse con su amada en el Cielo.
Fue Dante, también, quien me abrió los ojos, quien me mostró la forma de reencontrarme con mi amada.

Dejé de leer y miré a cada uno detenidamente. Me pregunté quiénes serían los que la habían conocido. Matías estaba desde hace bastante, aunque difícilmente recordara. Laura estaba incluso antes que Matías y, por ser mujer, seguramente la habría conocido.

No fue fácil, seguí leyendo, la vida que le tocó vivir. Duele pensar en cuánto me habrá extrañado, en lo difícil que se le habrá hecho estar sin mí. Estoy convencido de que fue ese el motivo de que cayera tan joven.

Yo no podía hacer como Dante, ni como Orfeo, Doctor. Quién sabe hoy día dónde se encuentra la entrada al infierno. Bueno, en realidad todos sabemos dónde se encuentra la entrada, lo que nadie sabe es dónde está la salida. ¿Va comprendiendo, Doctor? Si quiero estar con ella, la única forma es morir. Pero como le decía, no es tan fácil el asunto. No todos están juntos en el cielo. Cada cual tiene su lugar en la eternidad. Dante lo explicó muy bien. La geografía celeste se tiene un lugar para cada alma, según sus méritos y virtudes. La Luna, o el primer cielo, se reserva a los espíritus débiles, aquellos que más allá de su buena voluntad, no pudieron cumplir con todos sus votos. El cielo de Mercurio es para quienes alcanzaron la gloria y la fama terrena, así como a Venus se dirigen las almas de los fieles amantes. ¿Va entendiendo cómo es la cosa? Al cuarto cielo van los sabios; al quinto quienes lucharon por la Fe; el sexto, es la casa de los justos. La Comedía lo explica todo, Doctor, y no lo quiero aburrir con detalles.
¿Sigue sin entender por qué los engaños, las orgías, incluso ese acceso de violencia doméstica? Yo no odiaba a mi padre, Doctor, pero hay cosas que deben hacerse. Debo seguir sus pasos, es la única forma que tengo de encontrarla. Es más, sabe algo, Doctor, no es coincidencia que esté aquí, ella también anduvo por estos lugares. Quizás, usted también la haya conocido.

Fue su madre quien me dio la noticia, tardé tres meses en encontrarla. Fue una gran tristeza. Su padre también se había marchado de este mundo.
Estuve deprimido por varios meses hasta dar con la solución: me encontraría con ella en el más allá. El único problema era, como le decía, asegurarme que luego de muerto iría a parar al mismo lugar que ella en el Cielo. De nada serviría si yo terminaba en Júpiter, y ella estaba en Saturno. Fue así como empecé a investigar su vida.
Fue así que me enteré de sus coqueteos con el alcohol a edad temprana; su moral más bien liviana; los problemas de conducta por los cuales terminaron echándola, primero de la secundaría, luego de su casa. Sus amoríos con un dealer; su incipiente adicción a las drogas duras; las orgías en que participó a los dieciocho; su paso por la cárcel luego de un intento de robo; las estafas a jubilados; las peleas con sus padres; el período de rehabilitación en la clínica; sus ocupaciones en el viejo oficio; las complicaciones de salud; en fin, su vida.

Una cosa es segura, Doctor, no es en el Cielo donde nos encontraremos.

13 comentarios:

Nicolás Aimetti dijo...

Acá les dejo un cuento nuevo. Siguen saliendo medio largos para el blog, pero bueno, tampoco es para tanto.
Saludos!

El Gaucho Santillán dijo...

Està bueno.

Tambien que punterìa tuvo el tipo para elegir.

Bien escrito.

Un abrazo.

Nicolás Aimetti dijo...

Sí, la verdad... y eso que de chica parecía un angelito.
Abrazo, Gaucho! Y gracias por comentar!

Anónimo dijo...

Nicolás...hay muchos errores en la escritura que distraen la lectura. Por más que lo intento, no acierto a comprender por qué se llama cetribae.
Y para mi gusto, el discurrir de la obsesión se presenta un tanto disperso como para transportarme al punto en el que se condensa la locura del protagonista.
Leer...escribir...buenos hábitos. Gracias por provocarlos.

Nicolás Aimetti dijo...

1. Perdón por lo errores en la escritura. Si me fueras tan amable de señalarlos, los corrijo, la verdad es que se me escapan (me los podés mandar a: nicoaimetti gmail.com, y me harías un gran favor)
2. El nombre Cetribae es un anagrama de Beatrice, o más bien, como se dice en criollo, es Beatrice al vesre, salve que la A y la E finales están invertidas).Beatrice, de más está decir, era la amada de Dante.
3. Lo del estilo fragmentado es adrede. La idea era que la obsesión y el argumento estuvieran a la misma altura, que ninguno se coma al otro.
4. Me gusta que los comentarios no sean mera adulación, que de eso no se obtiene nada.
Gracias por comentar!!!

Anónimo dijo...

Gracias por las aclaraciones.
Podría ser que Laura fuera reminiscencia de la de Werther.
Van los señalamientos.
salute!

Nicolás Aimetti dijo...

Gracias nuevamente. Te respondí también por email.
Werther aun lo tengo en mi lista de pendientes, pero ya lo leeré.

Recomenzar dijo...

Te leo mientras tomo mi té...
Buen sabor el de tus letras

Nicolás Aimetti dijo...

Me alegro de poder acompañar un ritual tan exquisito como el del té!
Gracias por tu comentario!

ohtokani dijo...

Nicolás, me hiciste recordarme a mi mísmo, cuando iba en pos de un unicornio.

Jamás lo atrapé, pero me juré que sería mía. En esta vida, o en otra.

Nicolás Aimetti dijo...

Están en peligro de extinción los unicornios, así que si lo atrapa, prométame que lo volverá a dejar en libertad. Eso sí, no hay que dejar de buscarlos.
Saludos, y gracias por comentar!

Sergio dijo...

Mortal esto Nico!

Cada vez que curioseaba el blog lo salteaba (por larguito?).

Me encantó!

Nicolás Aimetti dijo...

Gracias, Sergio!
Este cuento lo empecé como de tres maneras distintas. Al final quedó ésta. Calculo que porque fue la que más lejos llegó. Me alegra que haya gustado, uno siempre se queda con la duda de si habrá elegido la versión que valía la pena.