Esa tarde me tocaba leer
a mí. Eran unas veinte personas escuchando sentadas, expectantes,
inútiles; al fin y al cabo no eran ella.
Comencé a leer. La
historia empezaba en el jardín de infantes. Unos ojos verdes, ese
verde que luego se va perdiendo con el tiempo, ese verde que la vida
va apagando y es imposible encontrar en un adulto. Ella tenía ojos
así de verdes, pelo oscuro, unas manitos que se perdían en los
pliegues de su guardapolvo azul, como todos los otros guardapolvos
azules, aunque ninguno tenía esas manos, ni esa boca breve, esos
labios que nunca sonreían, salvo, a veces, cuando se perdía en sus
pensamientos.
Diez líneas arriba me
dije que no iba a describirla, que era inútil, que las palabras
nunca alcanzarían; pero sus imágenes vuelven todo el tiempo y, ni
bien me distraigo, como una enredadera, van poblando todo lo que
encuentran a su paso.
Eran nueve escuchando.
Mujeres. Diez total en el grupo, pero a Laura no la habían dejado
salir: no estaba tomando lo que le daban.
Yo me decía que la boca
de Miriam, no toda, sino un gesto cuando se enojaba –yo siempre le
hacía comentarios enojosos– se parecía a la de ella. Paula tenía
el mismo pelo; Eugenia usaba un perfume, o una colonia, que me
recordaba su olor; Cintia algo de su risa; Julia las mismas tetas, no
en tamaño, sino en cómo se le marcaban los pezones a través de la
ropa, igual que en esa foto con sus amigas, vestidas para salir de
noche. Esa era mi manera de soportar, de hacer más interesante a la
gente. Ver en qué se le parecían. Buscar algo de ella en sus
gestos, su carne, sus aromas.
Igual, las partes nunca
hacen el todo, y yo quería todo, y todo era solamente ella.
Una tarde nos escapamos a
un depósito donde estaba la caldera. Íbamos a robar tizas. A veces
la maestra nos mandaba a buscar, estaba lleno de cajas, tizas de
todos colores. Nos las escondíamos entre la ropa para que no se den
cuenta, y en eso le vi la bombacha. Ella me dijo que no valía, que
ahora yo le tenía que mostrar mi calzoncillo. Así que se lo mostré.
Entonces me dijo que si yo le mostraba abajo, ella después me
mostraría a mí. No fue algo rápido. Nos quedamos en silencio,
enfrentando la vergüenza, tomando y volviendo a soltar la ropa,
dilatando el asunto, hasta que respiré hondo y le mostré. Ella
detuvo su mirada por un segundo y luego miró hacía otra parte.
Entonces se dio vuelta, se bajó un poco la bombacha y me mostró la
rayita del culo, rápido, apenas si pude ver algo. Luego soltó una
risa nerviosa y corrió al patio donde se mezcló con las demás
chicas. Ese no había sido el trato. Al otro día faltó o, mejor
dicho, me empezó a faltar. La señorita dijo que su familia se
mudaba a Buenos Aires.
Usted no entiende,
Doctor, yo no puedo matarme. Sería suicido, iría directo al segundo
anillo del séptimo circulo. La perdería para siempre. Como bien
dije, poco y nada de este mundo me interesa, pero eso no significa
que haya dejado de buscarla.
Estoy acá, les había
dicho antes de empezar a leer, porque quiero salir. No porque quiera
hablar de ella ni nada. Pero si me piden que hable, hablo de ella,
porque de otra cosa no puedo.
Cuando conté lo de la
bombacha recordé el odio. El odio porque otra vez la estaba
compartiendo, porque a algunos les dio gracia y otros sintieron pena.
Porque varios habrán pensado mal, y mirado con ojos libidinosos,
deseando su limpio, frágil, suave y tibio cuerpo. Pero yo seguí
leyendo: entonces todos en el jardín le andaban atrás y, ahora que
ya no estaba, no hacían más que hablar de ella. Yo era el único
que no hablaba. Cada palabra que decían la insultaba. No la amaban.
Les gustaba porque era la más linda, la querían por eso. Tan sólo
la deseaban.
Realmente piensa que a mí
me interesan las drogas. No, Doctor, usted sigue sin entender nada.
¿Leyó la Divina Comedia? ¿Cuántas veces se lo tengo que explicar?
Como todos la querían,
sabía que no iba a ser fácil que se fijara en mí. Desde esa edad,
los cinco años, tracé el plan que cumpliría a rajatabla durante
el resto de mi vida, hasta volver a encontrarla.
Ya de joven procuré ser
el mejor en todo, destacar por sobre todos: ser el hombre qué toda
mujer desearía. Debía estar listo para cuando volviéramos a
encontrarnos.
No fue fácil todo ese
tiempo sin saber nada de ella. A veces desesperaba por no tener
siquiera una dirección de correo a donde escribirle. Una vez llamé
a la operadora y pregunté por su apellido –bastante común por
desgracia–, y probé unos cuantos números tratando de localizarla.
Quizás sabiendo el nombre del padre hubiese sido más fácil, podría
haberla encontrado, pero llamar a Buenos Aires era caro y finalmente
desistí.
Lo cierto es que la
conocía y, si bien no sabía nada de ella, podía imaginarla. Ella
también estaría pensando en mí. Nuestro encuentro en el depósito
no había sido fortuito, de eso estaba seguro: sabiendo que se
marchaba al otro día, había querido asegurarse de que no la
olvidara.
Un solo error cometí en
mi vida, Doctor. Todo lo demás lo hice adrede. ¿Quiere que le diga
cuál fue mi error? Mi error fue esperar demasiado. Tendría que
haberla buscado antes, Doctor, pero pensé que aún no estaba listo.
No quería presentarme hasta no estar completamente preparado. Si
tardé, fue porque quería lo mejor para ella. Pero se ve que no
aguantó tanto, Doctor, seis meses antes de que retomase mi búsqueda,
ella había muerto.
Así y todo, éste, creo
yo, no es un error irremediable. No es la primera vez que pasa algo
así y, le aseguro, no será la última. Sospecho, incluso, que al
cambiar nuestro terrenal devenir, por un amor intemporal, salimos
ganando.
Como les decía, no he
sido el primero en ver morir a su amada. Tampoco seré el primero que
va en su busca. La lista es vasta; quizás infinita. ¿Habrá sido
Orfeo el primero en bajar al Hades buscando a su amada? Acaso por esa
época no fueron miles de Aqueos a ese otro infierno, la guerra de
Troya, en busca de Helena, a la que luego buscaría también, ya
muerta, el Doctor Fausto. Sin embargo, yo siempre me he identificado
con Dante. Dante, que al igual que yo se enamoró de Beatriz en su
tierna infancia, que al igual que yo la vio morir demasiado joven,
que al igual que yo, no contento con su destino, atravesó el
Infierno y el Purgatorio para reencontrarse con su amada en el Cielo.
Fue Dante, también,
quien me abrió los ojos, quien me mostró la forma de reencontrarme
con mi amada.
Dejé de leer y miré a
cada uno detenidamente. Me pregunté quiénes serían los que la
habían conocido. Matías estaba desde hace bastante, aunque
difícilmente recordara. Laura estaba incluso antes que Matías y,
por ser mujer, seguramente la habría conocido.
No fue fácil, seguí
leyendo, la vida que le tocó vivir. Duele pensar en cuánto me habrá
extrañado, en lo difícil que se le habrá hecho estar sin mí.
Estoy convencido de que fue ese el motivo de que cayera tan joven.
Yo no podía hacer como
Dante, ni como Orfeo, Doctor. Quién sabe hoy día dónde se
encuentra la entrada al infierno. Bueno, en realidad todos sabemos
dónde se encuentra la entrada, lo que nadie sabe es dónde está la
salida. ¿Va comprendiendo, Doctor? Si quiero estar con ella, la
única forma es morir. Pero como le decía, no es tan fácil el
asunto. No todos están juntos en el cielo. Cada cual tiene su lugar
en la eternidad. Dante lo explicó muy bien. La geografía celeste se
tiene un lugar para cada alma, según sus méritos y virtudes. La
Luna, o el primer cielo, se reserva a los espíritus débiles,
aquellos que más allá de su buena voluntad, no pudieron cumplir con
todos sus votos. El cielo de Mercurio es para quienes alcanzaron la
gloria y la fama terrena, así como a Venus se dirigen las almas de
los fieles amantes. ¿Va entendiendo cómo es la cosa? Al cuarto cielo
van los sabios; al quinto quienes lucharon por la Fe; el sexto, es la
casa de los justos. La Comedía lo explica todo, Doctor, y no lo
quiero aburrir con detalles.
¿Sigue sin entender por
qué los engaños, las orgías, incluso ese acceso de violencia
doméstica? Yo no odiaba a mi padre, Doctor, pero hay cosas que deben
hacerse. Debo seguir sus pasos, es la única forma que tengo de
encontrarla. Es más, sabe algo, Doctor, no es coincidencia que esté
aquí, ella también anduvo por estos lugares. Quizás, usted también
la haya conocido.
Fue su madre quien me
dio la noticia, tardé tres meses en encontrarla. Fue una gran
tristeza. Su padre también se había marchado de este mundo.
Estuve deprimido por
varios meses hasta dar con la solución: me encontraría con ella en
el más allá. El único problema era, como le decía, asegurarme que
luego de muerto iría a parar al mismo lugar que ella en el Cielo. De
nada serviría si yo terminaba en Júpiter, y ella estaba en Saturno.
Fue así como empecé a investigar su vida.
Fue así que me enteré
de sus coqueteos con el alcohol a edad temprana; su moral más bien
liviana; los problemas de conducta por los cuales terminaron
echándola, primero de la secundaría, luego de su casa. Sus amoríos
con un dealer; su incipiente adicción a las drogas duras; las orgías
en que participó a los dieciocho; su paso por la cárcel luego de un
intento de robo; las estafas a jubilados; las peleas con sus padres;
el período de rehabilitación en la clínica; sus ocupaciones en el
viejo oficio; las complicaciones de salud; en fin, su vida.
Una cosa es segura,
Doctor, no es en el Cielo donde nos encontraremos.
13 comentarios:
Acá les dejo un cuento nuevo. Siguen saliendo medio largos para el blog, pero bueno, tampoco es para tanto.
Saludos!
Està bueno.
Tambien que punterìa tuvo el tipo para elegir.
Bien escrito.
Un abrazo.
Sí, la verdad... y eso que de chica parecía un angelito.
Abrazo, Gaucho! Y gracias por comentar!
Nicolás...hay muchos errores en la escritura que distraen la lectura. Por más que lo intento, no acierto a comprender por qué se llama cetribae.
Y para mi gusto, el discurrir de la obsesión se presenta un tanto disperso como para transportarme al punto en el que se condensa la locura del protagonista.
Leer...escribir...buenos hábitos. Gracias por provocarlos.
1. Perdón por lo errores en la escritura. Si me fueras tan amable de señalarlos, los corrijo, la verdad es que se me escapan (me los podés mandar a: nicoaimetti gmail.com, y me harías un gran favor)
2. El nombre Cetribae es un anagrama de Beatrice, o más bien, como se dice en criollo, es Beatrice al vesre, salve que la A y la E finales están invertidas).Beatrice, de más está decir, era la amada de Dante.
3. Lo del estilo fragmentado es adrede. La idea era que la obsesión y el argumento estuvieran a la misma altura, que ninguno se coma al otro.
4. Me gusta que los comentarios no sean mera adulación, que de eso no se obtiene nada.
Gracias por comentar!!!
Gracias por las aclaraciones.
Podría ser que Laura fuera reminiscencia de la de Werther.
Van los señalamientos.
salute!
Gracias nuevamente. Te respondí también por email.
Werther aun lo tengo en mi lista de pendientes, pero ya lo leeré.
Te leo mientras tomo mi té...
Buen sabor el de tus letras
Me alegro de poder acompañar un ritual tan exquisito como el del té!
Gracias por tu comentario!
Nicolás, me hiciste recordarme a mi mísmo, cuando iba en pos de un unicornio.
Jamás lo atrapé, pero me juré que sería mía. En esta vida, o en otra.
Están en peligro de extinción los unicornios, así que si lo atrapa, prométame que lo volverá a dejar en libertad. Eso sí, no hay que dejar de buscarlos.
Saludos, y gracias por comentar!
Mortal esto Nico!
Cada vez que curioseaba el blog lo salteaba (por larguito?).
Me encantó!
Gracias, Sergio!
Este cuento lo empecé como de tres maneras distintas. Al final quedó ésta. Calculo que porque fue la que más lejos llegó. Me alegra que haya gustado, uno siempre se queda con la duda de si habrá elegido la versión que valía la pena.
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