01 septiembre, 2009

En el zaguán

La primera vez que le vi la cara a dios fue en un zaguán. Paso a narrar la historia.

Es uno de esos domingos en que la gente duerme la siesta y los árboles esparcen su sombra por las aceras. Las calles están desiertas. Las veredas son anchas y las baldosas brillan sutilmente allí donde el sol las hiere. Un perro yace en la sombra y cada tanto se oye el canto de un pájaro. Voy tranquilo, sin dirigirme a ninguna parte y dirigiéndome a todas. Al doblar la esquina, la calle se estremece en silencio. Todo se detiene. Quedan quietos los árboles, las hojas, los pájaros, las hormigas y el viento. No me detengo, continuo como si nada. La calle comienza a imitarme, y de a poco todo vuelve a la normalidad.

(Es ya la mitad de la cuadra) La casa es más bien vieja, antigua, color cemento amarronado. Una puerta alta y tallada en madera divide su fachada, a la cual, adornan dos amplias ventanas, cada una con un pequeñísimo balcón. Los dinteles están sutilmente adornados con flores de cemento en bajorrelieve; las persianas, también de madera, están cerradas. Hago girar el picaporte y, de forma menos ilógica que sorpresiva, compruebo que está sin llave. Al atravesar la misma quedo ante un vistoso zaguán. Un olor suave y persistente, con cierta reminiscencia a jazmín y muebles viejos, se esparce en el lugar. Las paredes son de mármol castaño, con vetas oscuras y rojizas que brillan tenuemente. A la izquierda, un espejo de medio cuerpo me devuelve mi efigie con un florero atravesado en el estomago. Una escalera, no más de tres escalones, divide la sala. Al final de ésta, casi un metro por delante de mí, pergeñando una mueca indescifrable, se encontraba dios.

Me asombró el hecho de que fuese tan pequeño. Mucho más pequeño que todo lo que hasta entonces, y calculo que hasta siempre, había conocido. Si embargo, más sorprendente aun, era que pudiese verlo perfectamente. Ningún detalle de su fisonomía, por más ínfimo e insignificante, se escapaba a mis ojos. Intentando comprender esto, me di cuenta de que en realidad era apenas un poco más pequeño que la puerta que daba al interior de la casa, pero, a su vez, también era un poco más chico que el florero. Miré de nuevo y comprendí que era más diminuto incluso que el ojo de la cerradura y, de igual modo, era apenas más minúsculo que la habitación en la cual nos encontrábamos. No era más alto que yo por apenas unos centímetros y, sin embargo, era el ápice de todo. Sus pies jamas tocaban el suelo.

Me pregunté si acaso esperaba que yo dijese algo. Me ponía nervioso su quietud. Al contrario de las cosas del aire, que siempre oscilan sujetas al viento o la brisa, dios parecía no estar asido más que a sí mismo. Estaba ahí, incólume e impávido, imperturbable, acaso la habitación, el mundo entero, se apoyase en él para desafiar al vacío.

Busqué sus ojos tratando captar su atención. Eran oscuros. Oscurísimos. Más negros que la noche, que la sangre, que el olvido. La nada despojada de sí misma. La vacuidad absoluta, lóbregos al punto que parecían emitir oscuridad. Un vacío que no miraba ni dejaba verse. Al torcer la mirada se me reveló el mármol de la pared con el mismo brillo del sol. Quizás eso era una respuesta.

Volví a mirar, pero esta vez no me atreví a sus ojos. Una multitud de preguntas asomaron en mi mente. Traté de pensar en nada pero no dio resultado. Pensé en una hoja, una rama, otras ramas, un tronco, mil raíces. Un terror sombrío e inefable pasó a través de mi cuerpo. Recordé a los demonios que solían atormentar a Sócrates cuando estaba a punto de cometer un error. Decidí permanecer en silencio.

No sé si fue suerte o qué, pero estaba seguro de que hacía lo correcto. Dí media vuelta y comencé a desandar mis pasos. Una duda me atacó a último momento. ¿Sería capaz de volver a encontrar ese zaguán, tan siquiera esa calle? Lo más seguro es que no. Me detuve antes de girar el picaporte y miré hacía atrás. Él seguía ahí, suave y distante, amenazando con disolverse en el aire. Decidí hacerle una pregunta, quizá una de las preguntas más vanas de nuestra existencia o, mejor dicho, de nuestra vida, pero sin dudas la pregunta justa, acaso la única, que debería responder dios.

¿Por qué es que hay algo en vez de nada?- le solté sin miramientos.

Una breve sonrisa se dibujó en su rostro y, no antes de que la situación se tornase insostenible, y todo se tiñese de misterio, respondió: “Sabés una cosa, yo a veces me pregunto lo mismo”.

2 comentarios:

Nicolás Aimetti dijo...

Este cuento, al menos la primer versión, lo escribí en el 2000. Siempre me cayó simpático, así que lo estuve tijereteando un poco como para publicarlo acá. Aun hay bastante para cortar, pero me rompí las bolas y me lo quería sacar de encima de una vez como para pasar a otra cosa. Ya lo corregiré con más paciencia en alguna otra ocasión.

el Tomi dijo...

No se si se usará todavía pero, verle la cara a dios, entre los chochamus de mi barrio, significaba verle la concha a una mujer, es mas, significaba que le habías visto la concha porque te la habías cojido.
Durante todo el transcurso de la lectura, y sobre todo porque el zaguán históricamente se ha prestado al erotismo (cuando no a la pornografía mas dura y descarada), me mantuvo en vilo esta idea subyacente y, por lo tanto, dupliqué el placer que emana el texto. Una cosita mas, usted recorte todo lo que quiera Nicolás, pero por favor, tenga la prudencia de no tirar nada.