He invertido gran parte de mi vida en aprender a tolerar
cosas que no me gustan. Hoy día creo que podría tener una novia que
no me guste, un trabajo que no me guste, una casa que no me guste y,
así y todo, ser feliz.
Eso lo decía como un chiste. Un chiste que casi nadie
entendía. A Natalia le dio lástima cuando lo oyó, pero sonrió
igual.
–Por eso –añadió Rodolfo devolviendo la sonrisa–,
si el análisis me da para el orto, va a estar todo bien igual.
–Listo –dijo Natalia, y le dio un algodón mojado en
alcohol–. Apretá fuerte.
Luego vació la jeringa en un tubo de ensayo, tiró la
aguja hipodérmica en un contenedor especial; el resto (jeringa,
sangre adosada que comenzaría a coagularse) al tacho de basura
(jeringas, algodones, y más sangre que se iría mezclando con más
sangre a lo largo del día).
Estaba anocheciendo cuando Natalia volvió a su
departamento. Había una frazada en el piso y una almohada arriba del
sillón.
Ignacio no estaba.
Prendió un cigarrillo, dio dos secas y lo apagó.
Pensó en tirar el atado a la basura pero lo volvió a esconder en la
cartera. Si al menos el hijo de puta hubiera juntado las cosas,
pensó. Había estado pensando toda la mañana. En toda la puta
mañana no se había podido sacar la idea de la cabeza. Siempre tan
prolijo, y ahora se viene a hacer el macho, el que deja las cosas
tiradas.
Llevó la frazada a la pieza y juntó la almohada. Se
volvió a sentar en el sillón, prendió otro cigarrillo, y se quedó
fumando; esperando a que el humo tape los detalles, las cosas sin
importancia.
Dos años atrás, Natalia vivía con sus padres, dos
hermanos, una hermana más grande y su marido, que estaban ahorrando
para mudarse y poner una verdulería. Mientras tanto, el cuñado no
dejaba pasar oportunidad de perder los ojos escote de Natalia,
aunque, si por ella fuera, se los habría arrancado directamente.
Ignacio era cardiólogo y se conocieron en el Sanatorio
donde ella trabajaba. El romance fue uno más entre tantos romances
–si es que la palabra acaso no sobra– que andan por ahí. Salidas
al cine, cenas en restaurantes que pronto se tornaron silenciosas y
fueron eficazmente reemplazadas por alguna película en casa de
Ignacio y un pedido al delivery. Así y todo, el amor se las rebuscó
para triunfar.
Un sábado a la mañana, cuando Natalia estaba por
arrancar a su casa, Ignacio le preguntó por qué no se quedaba.
¿Todo el fin de semana?, inquirió ella. Todo el fin de semana, y la
semana también, subió la apuesta Ignacio. Y luego la remató, casi
con ternura: ¿Por qué no te quedás? Esa mañana no fue más que
coger y dormir. Por la tarde, Ignacio la acompaño a la casa de los
padres para que buscara sus cosas, y de ahí en más se quedó.
–Hola, Doctora.
–Bioquímica en realidad –dijo Natalia, aunque aún
no se había recibido.
–Bioquímica es muy largo, mejor me dice su nombre.
–Natalia –respondió en seco, no muy convencida.
–Hace bien.
–¿Cómo?
–Que es un lindo nombre –dijo él extendiendo una
mano y acercando un poco la cara, como si fuera a darle un beso–.
Yo soy Rodolfo.
–Hacés mal –dijo ella bromeando y le tomó la mano.
–Ya sé, por eso te decía –dijo después de
soltar algo parecido a una risa–. Es un nombre horrible, pero yo no
tengo la culpa.
Media hora atrás, Natalia estaba sentada en el sillón
del living mirando la pantalla del celular. Ni una señal de Ignacio.
Si de algo estaba segura, era de que no iba a ser ella quien llame.
El super cierra en un rato, pensó. No tenía hambre,
pero tampoco comida en la heladera. Y si después quería comer
–tenía que comer, pensó– no habría nada abierto. Quizás
Ignacio estuviera en el super, se le pasó por la cabeza. No. Era muy
meticuloso, de los que antes de ir preguntan si hace falta algo.
Ahora Rodolfo le hablaba de cualquier cosa, aunque en
realidad había sido ella la primera en reconocerlo, cuando lo vio
junto a la góndola de los lácteos. Él la miró como perdido,
buscando; hizo un gesto de recodar, sonrió, y la saludo como si se
conocieran de toda la vida.
Ni ella ni Ignacio se habían hecho nunca el test,
pensó. En casa de herrero cuchillo de palo. Hasta ayer a la noche
nunca se le había pasado por la cabeza. En realidad, recién esa
mañana, después de atender a Rodolfo, empezó a pensar en el tema.
¿Por qué te hiciste el test?, hubiera querido
preguntarle, pero esas preguntas son para los médicos. Mientras
tanto, él empezó a mirarle impúdicamente el changuito. Mayonesa
ligth. Fajitas Bimbo. Un yogur entero. Un par de Danettes de
chocolate. Una maquinita de afeitar rosa. Dos latas de choclo
amarillo. Un pack de papel higiénico.
–¿Decime, por qué te fuiste a hacer el test?
–preguntó Natalia, aséptica y sonriente, mientras se agachaba a
buscar un pote de crema de leche.
–Por yoga –respondió Rodolfo casi sin inmutarse, y
agregó–, es algo personal.
–¿Te piden eso para hacer Yoga?
–Es un poco más complicado.
Ella encaró hacía la góndola de las carnes. Él
empezó a mirar las bandejas y a tocar la carne por encima del
plástico. De vez en cuando trataba de olerlas. Ella mientras tanto
buscaba con la mirada, deteniéndose en los precios de la etiquetas.
Él le dijo que nunca compraba carne en el super, que no le tenía
confianza. Ella respondió que la carnicería ya había cerrado.
Después agarró un pedazo de cuadril y lo metió en el changuito.
–¿Querés que te cuente?
–¿Qué?
–Por que me fui a hacer el test.
–¿Por qué?
–No, acá no da. ¿Qué vas a preparar de comer?
–Todavía no sé.
–Yo voy a preparar una carne al horno. La hago en
croute de hongos. Vivo acá a una cuadra.
Ella miró la canasta que el llevaba en la mano. En
efecto, había una bolsa con champiñones y otra con portobellos.
Cuando llegaron a las cajas él le sacó algunas cosas
del changuito. Ella lo miró raro.
–Así dividimos, y pasamos todo por la caja rápida
–aclaró.
Cuando terminaron de pagar ella le quiso devolver unos
billetes. No te hagás drama, la rechazó.
Al salir ella le dijo:
–Mejor vamos a mi casa.
–Pero la carne la tengo en mi heladera –empezó a
decir él.
–Mirá, si querés que comamos juntos, vamos a mi casa
–dijo ella tajante. Mientras caminaban, volvió a mirar el celular.
Dejó las bolsas del super en la mesada y empezó a
guardar las cosa en la heladera. Él se quedó mirándola.
–¿Qué hacés? –dijo ella.
–Nada, miraba la heladera.
–No, qué hacés de tu vida, boludo.
–Ah... Soy psicólogo. Trabajo en una empresa.
–¿Selección de personal?
–No, algo parecido. Una consultora. Hacemos planes
para que los empleados trabajen más motivados, prolongar la vida
útil, hacerlos rendir más. Un buen curro.
–¿Preparo carne esta carne, querés? –dijo ella
enseñándole la bandeja del super–. La podemos comer con los
hongos.
–Dale, lo que vos quieras.
Dejaron la carne en el horno, junto con unas papas y
cebollas, y fueron al living. Él se sentó en el sillón y ella en
la mesa.
–Estoy en pareja –dijo ella.
–Ah –dijo él.
–En un rato va a llegar. Por eso te dije de venir a
casa.
–¿Y alcanzará la comida?
–No sé. ¿Sos de comer mucho?
–¿Puedo fumar?
–Pará, que abro la ventana.
Rodolfo encendió un cigarrillo y empezó a buscar un
cenicero con la mirada.
–Bueno, total yo no tengo mucho hambre –dijo
Natalia, viendo crecer la ceniza en la punta del cigarrillo de
Rodolfo. Después agregó– igual no sé si vendrá.
–¿Por qué?
–Y... Es complicado. Un asunto personal, como vos
decís.
–¿Y me vas a contar?
–No sé... Veremos...
Rodolfo se acercó a la ventana que daba al balcón a
tirar la ceniza del cigarrillo.
A Rodolfo le atraían los dramas ajenos. No decía
“problemas”, decía “dramas”. Se puso a mirar los ventanales
de los edificios de enfrente, como si fueran pequeños teatros. Cada
teatro con su drama, sus actores, hasta que uno entra en el drama y
se olvida que también está actuando. Qué no existen los
espectadores.
Ignacio podía llegar en cualquier momento, pensó. Miró
las paredes y la repisa en busca de algún portarretratos. Había
algunos cuadros, pero ninguna foto. Recordó cuando era chico, cuando
sus padres se peleaban. O cuando estaba de visita en la casa de algún
amigo y los padres empezaban a discutir; en lo incomodo de la
situación, esas ganas de salir corriendo, de decir me voy, pero
también esa necesidad de no llamar la atención, de quedarse viendo.
El miedo a que toda esa violencia se vuelva de repente contra uno. Lo
macabro y morboso. Disfrutarán las parejas exponiendo así su
intimidad, pensaba, como algunos disfrutan que los observen hacer
hacer el amor.
–La cosa fue así –dijo Rodolfo arrojando la colilla
del cigarrillo a través del balcón–, hace unos meses, casi un año
ya, empecé yoga en lo de un viejo. Acá cerca, en una casa grande y
vieja, sin carteles ni nada.
Estaban en pleno junio. Natalia se paró a cerrar la
ventana. Rodolfo se sentó en la mesa, frente a la silla de Natalia.
–Era un grupo raro. Había unas viejas que a mi me
daba la impresión de que en cualquier momento, o se quebraban, o se
cagaban encima. Eso siempre me daba miedo. Una vez fui a un concierto
de música clásica, en una biblioteca, y de repente paf, pintó el
olor a mierda. Una señora que tenía una beba en brazos se levantó
y salió rápido hacía el hall. Todos pensamos que había sido la
nena. Pero cuando terminó el concierto, uno de los organizadores,
amigo mío, me contó que había sido una vieja que se había quedado
dormida. Viste que esas cosas se llenan de jubilados.
–Nunca fui a un recital de música clásica, pero sí,
me imagino.
–Bueno, estaban las viejas en yoga, pero también
había gente joven. Eran como un clan. Todos más o menos con la
misma onda. Yo cuando empecé ni onda con nadie, pero al final fui
entrando en confianza. Ellos cada tanto, creo que una vez por mes, se
juntaban a comer en la casa de alguno. Y un viernes me invitaron. Yo
caí con una botella de vino, al reverendo pedo, porque ahí nadie
tomaba. Eran todos naturistas o algo así. Fumaban porro a lo loco,
eso sí. ¿Vos fumas?
–Estoy embaraza.
–Ah... ¿Hace mucho?
–Tres meses. Pero seguí contando.
–Bueno, cuestión que había un montón de cosas
raras, todo vegetariano, pero eso sí, rico. La casa donde nos
juntamos era de una piba alta, morocha, cabeza rapada. Se podría
decir que linda, aunque un poco alejada de los cánones estéticos
convencionales. Bueno, cuestión que comimos, fumamos un poco, la
gente se fue yendo y yo me quedé hablando con esta piba. Y en un
momento, así como de la nada, como si estuviéramos juntos desde
siempre, se me sentó arriba y me empezó a acariciar el pelo. Bueno,
yo le empecé a acariciar a ella también la pelada. En realidad no
era pelada, tenía el pelo bien cortito. Era raro. Nos fuimos
calentando, aunque creo que toda la noche habíamos estado calientes.
No sé, te la hago corta. Nos fuimos a la cama. Un colchón en el
piso en realidad. Y que esto y que lo otro ya estábamos en bolas.
¿Me estoy yendo al carajo?
–No, todo bien, seguí. ¿Qué pasó?
–Bueno, estuvimos un rato así, y yo le digo aguantá,
que voy a buscar un forro. Y ella me dice que no, que mejor natural,
que no sé qué.
–¿Y por eso te fuiste a hacer el examen?
–No, yo tenía un forro en la billetera, que estaba en
el pantalón al lado de la cama. Viste como es, mejor tenerlo y no
necesitarlo, que necesitarlo y no tenerlo. Me hice el boludo un rato,
seguimos franeleando y, mientras se la chupaba, me las ingenié para
ponerme el forro. No es que lo hice a escondidas ni nada, pero
tampoco quería ponerme a discutir. Así que empezamos a coger. La
flaca era una cosa de otro planeta. No sé si es el yoga, si la
comida esa era afrodisíaca o qué, pero empezamos a hacer cosas
que... Yo nunca leí el kamasutra ni nada de eso, pero alguna de las
cosas que esa piba hizo no debe haberlas soñado ni el que lo
escribió. A veces me daba miedo y todo, creo que por eso no acababa.
Habremos estado como no sé qué... Una hora por lo menos. Hasta que
empezó a gritar y ponerse como loca, y calculo que yo también debo
haber gritado, cuestión que cuando acabo... Viste en carnaval,
cuando inflabas un globito de agua y se te reventaba, que quedaba en
la canilla como un anillo latex, algo más grueso, agarrado al pico,
bueno, una cosa así tenía puesta yo en la pija. En algún momento,
yo jamás me di cuenta, se debe haber roto el forro. Cuando la saqué
tenía esa especie de anillo agarrado a la base del pene, solo eso,
el resto del forro había desaparecido, o estaría ahí enrollado, no
sé.
–¿Y la mina que dijo?
–Yo le pregunte si era sana, si alguna vez se había
hecho el test. La piba era una incoherente. Me dijo que ella era
natural, que esas cosas son por la vida tóxica que lleva la gente, o
algo así, y que ella no se preocupaba. Yo me quería pegar un tiro.
–Sí, cuando acabaste –acotó Natalia riendo y se
levantó a sacar la carne del horno.
Durante la cena Natalia miró un par de veces más el
celular y después lo dejó sobre la mesa. Cuando terminaron de comer
dijo:
–¿Sabés qué? Tengo ganas de emborracharme, de tomar
como una chancha y emborracharme y dormir todo el día.
–¿Y?
–Nada. Eso es lo que más bronca me de todo esto con
Ignacio, que para colmo me tengo que andar cuidando.
–Yo traje un vino si querés–dejó caer Rodolfo.
–Sí, ya sé. No sos tan discreto como pensás. Te vi
que lo agarraste cuando íbamos para la caja–dijo ella–. Abrilo
si querés. Una vaso tampoco me va a hacer mal.
–¿Y qué fue lo que pasó con... cómo se llamaba?
–Ignacio. Le dicen 'chicho'
los amigos.
–¿Y qué fue lo qué pasó?
–Eh...
Natalia se quedó en silencio, mirando algún punto
perdido detrás de la ventana. Rodolfo le dijo que si no quería
estaba todo bien, que no tenía por que contarle. Ella le dijo que
no, que no sabía como contarlo. Se quedó un rato mirándolo a los
ojos. Rodolfo le sostuvo la mirada. Después Natalia bajó la cabeza
y dijo no sé, la verdad que no sé, vos sos psicólogo, sabrás de
estas cosas. Y empezó:
–Los jueves yo llego más tarde, porque voy a pilates,
pero como ayer estaba muy cansada me vine directo para acá. Cuando
abro la puerta siento un ruido medio medio brusco y veo a Ignacio que
pasa apurado. Cuando lo saludo me responde desde el baño. Y no sé
por qué, pero a mí se me da por mirar la notebook, que estaba
enchufada arriba de la mesa. Estaba mal cerrada, como entornada
viste. Y será el instinto o qué, pero la abrí.
–¿Y qué había? –preguntó Rodolfo sonriendo.
–'perá un poco, che –lo reprendió Natalia–. La
vuelvo a cerrar y no le digo nada. Todo bien, mi amor, llegaste
antes. Sí, todo bien, mi amor. ¿Vos qué andabas haciendo? Nada,
estaba en el baño y ahora me iba a poner a hacer la comida. Bueno,
dale, que estoy re cansada. Y así todo el tiempo. El tipo como
pancho por su casa. Bueno, estaba en su casa. Cominos y como estaba
cansada nos fuimos a la cama. Pero yo no me podía dormir. No dormí
en toda la noche en realidad. Así que le pregunto: ¿Por qué había
un tipo pajeándose en tu máquina? Y él me mira como si no supiera
de que carajo le estoy hablando. Sí, lo vi, le digo. Sabés qué,
era un pendejo todo en bolas, en la cámara, y le escribía: ¿Te
gusta bombón, querés que papi te de lechita? ¿Qué pasa bombón, a
dónde fuiste?
–Qué feo que te digan bombón.
–Sí, horrible. Y tenía un millón de faltas de
ortografía.
–¿Y él qué dijo?
–El se quedó mirándome. Se puso medio pálido, pero
no decía nada. Movía la cabeza y decía: ¿Qué viste qué? Y yo lo
miraba como diciéndole que se deje de hacer el boludo, y él volvía
a repetir: ¿Qué viste qué, dónde? ¿Habrá sido un virus? Y sabés
que es lo peor: eso fue todo lo que dijo. Mirá, me hubiera dicho que
estaba haciendo una investigación antropológica. O que tuvo
curiosidad. O que le gusta la mar en coche. O la pija en coche si te
cabe más, lo que sea. Pero lo único que me dijo fue eso. Y después
me recriminó: ¡Qué tenés que andar mirando! Como si la culpa
fuera mía. Eso, como si yo fuera la que se estaba pajeando adelante
de un pendejo en bolas que te dice bombón. Dijo eso y se fue al
sillón. Y yo no sé que mierda pensar, porque al final no dijo nada.
Y, ahora, además, no aparece. ¿Te parece que estuve mal?
–¿Y por qué no lo llamás?
–¿Qué, ahora yo tuve la culpa?
–No, no digo que vos tengas la culpa. Tampoco digo que
esté bien espiar las cosas de los otros, pero eso más que nada por
salud propia.
–¿Y qué hago?
–Esperá. Todavía estará buscando las palabras para
explicarte. O por ahí está tratando de explicarse a él mismo –hizo
una pausa y luego agregó–. O por ahí se fue a visitar al
pendejo.
Esta última broma no le hizo ninguna gracia a Natalia,
que posiblemente se estuviera imaginado la situación con lujo de
detalles.
–Pero no, vos no tenés la culpa –trató de
consolarla–. Y él es un pajero.
Esto último lo dijo sin doble intención, más bien con
bronca, pero al final sonó como si estuviera haciendo otra broma. Él
tampoco sabía que decirle, y Natalia parecía como perdida en un
lecho de sombras. Se quedó un rato en silencio y luego le preguntó
si ella lo quería. Después prendió otro cigarrillo.
–Me siento mal –dijo Natalía.
–Es él el que se tendría que sentir mal.
–No. Me siento mal –volvió a repetir. Esta vez lo
dijo con una voz finita, casi un sollozo.
Rodolfo se acercó. Ella le dijo que estaba mareada. Él
le ofreció un vaso de agua, le preguntó si quería ir al baño.
No, al baño no, respondió. Y cerró los ojos y se quedó quieta por
unos minutos, mientras Rodolfo, al lado, hacía como que la sostenía,
o le acariciaba la espalda y le decía: tranqui, quedate tranquila
que estoy acá. No te va a pasar nada.
–No te conozco –le dijo.
–Uno nunca termina de conocer a las personas –dijo
él, por decir algo.
–Me quiero acostar.
–¿Querés que te lleve al sillón?
–No, en el sillón no. Llevame a la cama.
Rodolfo pasó el brazo de Natalia por encima de sus
hombros y la tomó por la cintura. Vamos despacio, le decía. Sí,
vamos despacio, decía Natalia. La acostó sobre la cama. Natalia
cerró los ojos y a Rodolfo le pareció como si estuviera durmiendo
lo más plácidamente. Un minuto después Natalia se volvió a sentar
y empezó a enredarse con el pulóver, tratando de sacárselo.
Rodolfo le ayudó primero a sacar un brazo, luego el otro, y
finalmente apareció Natalia otra vez, los ojos cerrados, y los
pechos despertando tras una fina remera blanca. Natalia volvió
dejarse caer y levantó un pie que pedía que le saquen la zapatilla.
Rodolfo desató los cordones, los aflojó, y luego, casi sin hacer
fuerza, desnudó un pie tras otro. Ella tenía unas medias a rayas,
rosas y rojas. Pensó en sacárselas y acariciarle los pies.
Mientras, Natalia tanteaba con dedos ciegos el botón del pantalón.
Cando Rodolfo acercó sus manos, el botón ya estaba libre. Bajó el
cierre lentamente y fue tirando hacia abajo, mientras Natalia desde
un sueño movía caderas y piernas, ayudando a desplazar el pantalón.
Un haz de luz encendía el blanco de las piernas. Rodolfo respiró
hondo. Cerró los ojos y volvió a ver la bombacha de Natalia, unos
pelitos negros escapando por los costados, el aroma que asomaba a
escasos centímetros de distancia. Vení que hace frió, le dijo, y
trató de que se acomode en la cama para poder abrir las sábanas.
Natalia empezó a reptar lentamente, primero movía un poco el torso,
luego acomodaba las piernas, mientras, Rodolfo iba corriendo las
sábanas y el cubrecama. Luego Natalia giró sobre su cuerpo hasta
quedar boca abajo, de nuevo en el mismo lugar de la cama. El hilo de
la tanga se perdía apretado entre sus nalgas. Rodolfo tiró de las
sabanas y la tapó. Natalia balbuceó un gracias. Rodolfo se sentó
al costado de la cama y le acarició el pelo. Ella le tomó la mano y
la llevó junto a su mejilla, para usarla de almohada y luego se
durmió, o parecía que dormía.
Rodolfo fue hasta el living y buscó el celular de
Natalia que estaba sobre la mesa. Lo primero que hizo fue marcar su
número. Cuando su celular vibró cortó. Después buscó en la lista
de contactos el nombre Ignacio y le escribió el siguiente mensaje:
vení rápido que me siento mal, estoy descompuesta. Dejó el celular
en la mesa, recogió su plato, lo lavó, secó y guardó en la
alacena. Después bajó hasta hall del edificio a esperar a que
alguien que entrara o saliera le abriera la puerta de calle. En el
peor de los casos, si nadie pasaba, imaginó que Ignacio llegaría, a
lo sumo, en media hora y le abriría la puerta. Eso a menos que fuera
un completo imbécil.
7 comentarios:
Ya como que estaba medio muerto el blog, pero nunca se rinde del todo. Acá estamos de vuelta, con un cuento bastante largo, que empieza un poco lento, pero una vez que agarra envión es dificil de parar.
Espero que les guste. La temporada 2012 queda formalmente inagurada.
Hola amigo...alguien con tu talento nos seguira sorprendiendo...espero verte pronto, besos
Hola, Pato! Esperemos que así sea. Besos.
Un gusto leerte de nuevo.
Largo, pero buen relato.
Un abrazo.
Gracias, Gaucho. Un gusto tenerlo de nuevo por acá. Abrazo!
Muy bueno el cuento, Nicolás. Recién me entero del blog y ya voy a seguir.
Un abrazo!
Gracias, Eduardo. Me alegro que te haya gustado.
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