Cuando
vienen malos tiempos, hasta la más preciada mercancía –la suprema
ciencia de lo divino– decae y se envilece. Tal sucedió con la
alta escuela talmúdica de Laschtchow, de la que no queda sino su
rector, el maestro Jekel, y un solo discípulo.
Es
el rector un anciano demacrado, con larga barba descuidada y ojos
extintos. Lemech, su único discípulo, es un muchacho larguirucho y
escuálido, de pálidas mejillas, negros aladares y ojos como la
noche, casi siempre abatidos.
Los
días no pasan de forma sencilla en la vieja escuela–gris espectro
de la otrora agitada y resplandeciente– donde a veces permanecen
días enteros sin probar bocado; tal es la miseria en que ha caído
la ciudad, arrastrando las más eximias tradiciones.
Siempre
que hay yerba, se respeta el ritual al pie de la letra, y antes de
que el gallo cante, ya está el agua calentándose en la pava. Lemech
se encarga de esto y, cuando el agua está lista, su maestro, quien
reza laudes por ambos, se sienta en cuclillas junto al mantel en
donde su discípulo ceba el primer mate del día. Esto cuando hay
yerba, ya que por lo general no dura más de una semana, y falta
hasta la siguiente luna nueva. El resto de los días, Lemech
simplemente corre descalzo al jardín en busca de unas ramitas que
pronto ambos mascan en silencio y, acto seguido, utilizan para
cepillarse los dientes tal como es la vieja costumbre entre su gente.
En
otro tiempo, en el jardín se daba la más variada selección de
frutos y hortalizas, con los cuales se preparaban toda clase de
dulces y brebajes, pero, habiéndose marchado hace mucho tiempo los
monjes que se encargaban de su cuidado, ya no quedan más que yuyos y
enredaderas trepando por ajados arboles y muros.
Este
año, el invierno se revela más agresivo de que los anteriores, y
el maestro duda acerca de si llegará a ver nuevamente la primavera.
Por eso que ha redoblado sus esfuerzos para preparar a su discípulo
en el divino arte. Por eso, y porque cuando el hambre y la
precariedad trabajan en uno, es fácil y justo ceder a la tentación
de la cábala. Todos los días, ni bien despunta el sol, ambos,
maestro y discípulo, se encuentran seducidos y abocados al misterio.
–Wotan
fue quien reveló, a través de rústicos signos, la melodía a los
hombres –indica el maestro–. Pero no cualquiera es capaz
comprenderlos. El ayuno y la penitencia son apenas los primeros
escalones a franquear en el camino hacia el mundo de los espíritus.
Se requiere de un alma completamente purificada, o simplemente pura,
para alcanzar la cima. El gran Rabí –tenga Alá su nombre en la
gloria– fue el primero en descifrarlos y entonar el canto completo.
A mi, en cambio, tan sólo me ha sido dado el poder entonar apenas
algunas estrofas menores de la melodía.
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Cuando Dios creó a los animales ante la mirada de Adán para que
éste les diera nombre, se dice que también desmembró la melodía
en un millón de partes; cada animal que creaba era datado con una de
estas partes. Hoy día, cuando oyes cantar al pavo real, si te fijas
bien, puedes escuchar un diminuto fragmento del gran canto. Pero ten
cuidado, no debes dejarte llevar por las apariencias. No está en la
carne ni en las púas, ni en los picos o siquiera en el aliento la
esencia de la canción. Los labios y el gaznate, tu comprendes, son
al fin y al cabo algo corporal, como las uñas o el escroto, y la
melodía no se aloja ni siquiera en el tuétano de nuestros huesos,
sino que es forma y armonía que nos moldea más allá de todas las
cosas.
Lemech
tiraba de un un hilo que asomaba de la manga de su corcusido caftán
mientras escuchaba al maestro. Le costaba retener las palabras pues
ya era casi el mediodía y hacia varios días que no probaba bocado.
Sin embargo, en el estado en que se encontraba, las palabras chocaban
con sus sentidos encandilados dejando huellas que se sobreponían y
amalgamaban en el tiempo unas con otras, formando un cuadro que
parecía reflejado en un espejo de agua.
–Yo
nunca me he hallado digno de transitar los arcanos caminos que
conducen a las puertas celestes—continuo el maestro mientras sus
ojos se entornaban levemente hasta quedar cerrados–. Pero puedo
enseñarte los rezos y conjuros que te conducirán a ellos. Una vez
que llegues allí, ningún ser de este mundo es capaz de ayudarte a
encontrar el camino. Adentrarse en ellos sin la capacidad de escuchar
a los espíritus puede ser tan peligroso como sumergirse en el
laberinto de Creta. Debes recordar que no es uno quién recorre el
camino, sino que, por el contrario, debes permitir que el camino sea
quién te vaya atravesado. No existe otra forma. Nuestra materia es
incapaz por sí misma de tal hazaña, sólo una entrega absoluta
permite la comunión con lo divino. Una gota de lluvia que se pierde
en el mar, es el mar mismo.
Y al
decir esto, el maestro, que se encontraba cruzado de piernas sobre el
piso, torció su cuerpo hacia adelante hasta casi alcanzar el piso
con su boca, y comenzó a salmodiar una tenue melodía mientras
llevaba sus manos a la espalda. Permaneció así durante media hora y
luego se volvió a enderezar y, mirando al cielo con los ojos en
blanco, mantuvo una lacónica y rasposa nota por varios minutos hasta
quedar sin aire.
Un
grito estridente, casi un alarido gutural, se oyó en la puerta de
entrada. Esto sobresalto tanto al maestro como al alumno y, acto
seguido, Lemech corrió a la puerta. Al cabo de unos segundos
apareció junto a un faquir de aspecto aun más miserable y precario
que el de ellos.
–Es
la mitad de lo que he mendigado en el día –dijo el faquir mientras
extendía una escudilla con comida al anciano–. Le ruego lo acepte
y me conceda su bendición.
El
maestro tomó la escudilla en sus manos y la apoyó en el piso. Luego
tocó las manos y la frente del faquir y dijo unas palabras que sólo
eran capaces de entender él, y los ochenta y ocho mil demonios a los
que había conjurado para que protegiesen al santo hombre.
Lemech
acompañó nuevamente al hombre hasta la puerta y le despidió. A
volver, el maestro terminaba de bendecir la comida mientras sacaba
una cuchara de un pliegue de su ropa. El vaho que desprendían las
gachas de la escudilla, empañó los lentes del anciano cuando este
se acerco a probar el primer bocado. Lemech miraba fijamente al
anciano masticar lentamente, como si estuviese pronunciando las
preces de un ritual no secreto, sino más bien intimo. Lemech
imaginaba la textura de la avena y la leche y la miel disolviéndose
contra el paladar del viejo, mientras desaparecían las arrugas del
rostro. De pronto el frío de una puñalada le atravesó el vientre y
el dolor le obligó a doblarse sobre sí mismo. Cuando logró
sobreponerse su cubrió el rostro con las manos y se mantuvo
encorvado y con la cara oculta, mientras el maestro terminó su
comida. En eso se escuchó el ruido de un carro seguido por un
silbido. Al ver que su discípulo no se movía, el maestro lo
interpelo de la siguiente manera.
–¿Qué
es lo que pasa que no corres a ver quién llama a la puerta?
–Ya
sé quién llama, y no voy a ir. No hace falta.
–Sería
una falta de respeto que no atiendas a un benefactor de la escuela, y
no le bendigas por su buena voluntad. No es en ti en quién debes
pensar en este momento.
Lemech
se paró, y moviéndose como un espectro, se retiro de la habitación.
Al volver, con un pedazo de pan caliente y un cuenco con caldo
humeante en las manos, parecía como si el alma le hubiese vuelto al
cuerpo. Ya sentado y a punto de partir el pan por la mitad, se detuvo
en seco y cerró con furia los ojos para contener las lagrimas.
Luego, ya repuesto, apartó la comida con un gesto suave y
controlado, casi de grandeza.
–¿Por
qué apartas el alimento? –inquirió el maestro.
–
Es que no voy a comer.
–¿Cómo,
cuatro días seguidos de ayuno? –dijo el maestro con sorpresa, sin
dejar de sentir culpa por no poder acompañarlo–. No hay razón
para semejante sacrificio en alguien tan devoto como tú.
–No
es por sacrificio que hoy no como, sino por penitencia. Recién,
cuando usted comía, quebranté el sagrado precepto de no dejarse
arrastrar por las ansias del apetito.
Al
oír esto, y ver el semblante tranquilo y complaciente del joven, el
maestro se sintió orgulloso de tener un discípulo tan aplicado como
el suyo.
Por
la tarde, luego de que el maestro durmiese su siesta, al igual que el
Buda frente al toro en los campo de Gandhara, continuaron estudiando
la cábala hasta que la luna se hizo visible desde la breve ventana
del aula.
Por
la noche, ambos dormían en la misma habitación, previamente
calentada con una estufa a leña. A cada lado había una estera
colocada junto a la pared. Además de eso, un banco sin respaldar,
situado en una esquina, y un aguamanil, completaban todo el
mobiliario. Dormían con la ropa que llevaban puesta durante el día,
y así y todo solían pasar frío.
Ambos estaban extenuados, y al terminar de recitar el antiguo conjuro
onírico cayeron rendidos en sus camas y, al apagar Lemech la
lámpara, de un soplo entró la noche y el sueño.
–¡Maestro,
maestro! –llamó en la oscuridad. Éste dormía un sueño profundo,
y Lemech tuvo que repetir varias veces el llamado para lograr
despertarlo.
–¿Qué
pasa? –inquirió el maestro aun dormido y un poco asustado.
–La
melodía maestro... aun puedo sentir su rastro en mi cuerpo... hace
unos instantes... me he visto en el sumo grado –respondió Lemech
excitado. Le costaba encontrar las palabras, y más aun hacer que
salieran de su boca.
–¿Cómo
dices? Serenate un poco, y cuéntame que ha pasado.
–Es...
eh... he cantado. No. No, algo ha cantado en mi... la melodía...
¡Maestro!... déjeme que le cuente.
–Sí,
claro, claro –trato de calmarlo nuevamente– te refieras acaso
a...
–Sí.
Fue increíble. Cuando desperté. No... en realidad no. Primero
dormí. Un sueño muy pesado, profundo. Estaba exhausto, no recuerdo
siquiera cuando apoyé la cabeza en la almohada. Pero sucedió que al
igual que sucede siempre que uno ayuna, ni bien mi cuerpo recuperó
las fuerzas mínimas como para mantenerse despierto, el sueño me
abandono a mitad de la noche. Pero esta vez no fue como las otras
noches. Hace meses que no se oyen los grillos por aquí, y yo podía
oírlos claramente en el jardín. Tampoco lograba percibir el frío,
era como si estuviésemos en verano. En un momento pensé que estaba
soñando, pero abrí bien los ojos y pude ver el reflejo de la luna
bajo la puerta, y también lo escuché roncar. Entonces quería
volver a dormir, pero mi mente no se quedaba quieta, y todo parecía
detenido, como esperando, como esperándome. Entonces meditaba sobre
lo que habéis dicho durante la tarde, y no podía dejar de pensar en
la melodía. A toda costa quería conocerla, tanto que el cuerpo se
me crispaba de solo pensar en otra cosa. Entonces un profundo dolor
se apoderó de mí, porque no encontraba la manera, sentía
impotencia y ganas de llorar. Y me contraje sobre mi mismo y repetí
el canto del profeta en el desierto, tratando de olvidarme ser. Y
nuevamente todo pareció detenerse, pero está vez fue como la pausa
que hace una carreta al llegar a un cruce en el camino, pues pronto
todo comenzó a fluir lentamente, como si una corriente de agua me
atravesara. Sentí en la lejanía una cancioncilla, apenas un leve
murmullo, y así como podía me fui dejando llevar y comencé yo
también a cantar. No con mis labios ni mi boca, era todo mi cuerpo
que vibraba, y de pronto todo comenzó a encenderse, todo se iba
haciendo luz.
–Sí,
sí, claro, claro –dijo el maestro despabilado e incorporándose–.
Eso es. ¿Y que pasó? Sigue, sigue contando.
–
Entonces aun nada era del todo claro, y por momentos creía que no
tendría las fuerzas para entonar la siguiente estrofa. Todo era
nuevo, me sentía desconcertado. Pero de a poco los sonidos del
exterior se fueron callando, y cada vez percibía más claro el
canto, y podía seguir el ritmo y la cadencia, avanzaba de a poco,
muy lento, pero a la vez tenía la clara noción de que todo se iba
acelerando. De a poco fui dejando de sentir mi cuerpo como tal. Al
principio era como si un millón de hormigas caminaran por mi cuerpo,
podía sentir cada una de sus patas tocar cada átomo de mi ser como
si fuera una cuerda. De a momentos todo esto se intensificaba, como
la respiración del mar, y parecía sumergirme en el aliento de lo
divino. Y ya dejaba de sentir el suelo, de a poco todo mi cuerpo
comenzaba a elevarse, a vibrar con más intensidad, de forma que cada
punto comenzaba a entrar en resonancia con el grado supremo. No había
ni camino ni retorno, sólo un impulso, una luz que era sonido y
aroma y tacto y gusto y nada que se le pareciese porque mi alma
cantaba de jubilo y alegría al contacto de lo divino que inundaba
todo mi ser, que se hacía carne en mi alma.
–Eso,
eso –lo alentaba el maestro entusiasmado–. Dichoso tú. Feliz tú
que has encontrado el camino.
–Pero
ahora todo se ha desvanecido. Mis sentidos han vuelto a despertar, y
me encuentro tan cansado, maestro...
–Claro,
claro. Pero no debes dejar que eso te perturbe. Ahora debes
descansar. ¡Que emoción! Ya mañana me contarás todo.
–Sí,
sí. Le enseñaré como hacerlo... Pero hay un detalle. Esto lo
descubrí cuando me encontraba impotente y desesperado. No es sólo
un canto. También es una danza.
–¿Cómo
dices? –inquirió el maestro dejando ver todo el azul de sus ojos y
las arrugas de su amplia frente.
–Sí,
una danza. Pero no es complicada –respondió Lemech desprendiéndose
de sus ropas–. Déjeme que le muestre el movimiento.
Entonces
fue que el maestro se sentó en el único banco que había en la
habitación, y mirando las frías baldosas del piso se cubrió el
rostro con una mano, mientras sacudía lentamente la cabeza de un
lado a otro.
–¡Pero
no, m'hijo! –dijo el maestro con mansa reconvención, recordando
sus años de juventud en los arrabales de la ciudad–. Lo que usted
ha hecho es una paja.
Lemech
entendió el gesto, pero no la palabra. Aun quedaba algo de esa
extraña sensación recorriéndole el cuerpo.